25/1/24
Solo ella es capaz de lograr eso que no es poco: "llenarme el corazón". La bandera de Uruguay
No es que mientras hay vida hay esperanza, en la Cordillera de los Andes aprendimos que mientras había esperanza, había vida: Gustavo Zerbino
Este sábado 13/1/2024 tuvimos el privilegio de compartir esta reunión que nos regaló Alejandra Forlán junto a toda su familia.
Tanto Alejandra como Gustavo Zerbino son dos extraordinarios ejemplos de vida, ejemplos de lucha ante la adversidad y ejemplos de no dejarse doblegar ni ante las circunstancias más difíciles . (Y vaya si Alejandra no la tiene que estar remando desde hace más de 32 años).
Cuando se tiene la oportunidad de poder compartir relatos, y vivencias de estos dos extraordinarios gladiadores de la vida, es momento de escuchar con atención, de poder retener lo máximo y de tomar apuntes.
Gustavo Zerbino es reconocido como un ser humano excepcional, por su generosidad, por su solidaridad, por su capacidad de organizar y realizar y por su compromiso.
Por su parte Alejandra Forlán Alejandra es también un verdadero ejemplo de vida, un ejemplo de los valores que debemos incorporar y atesorar desde muy temprana edad, un espejo en el cual reflejarnos, un ejemplo de cuál debe ser la actitud ante la vida y muy especialmente ante las adversidades, infortunios o golpes que nos pueda deparar.
Tenemos mucho que aprender de seres como Alejandra (quién pese a presentar una secuela motriz severa desde los 17 años y hace ya más de 32 años), nos ilumina con su fuerza de voluntad, con su fuerza interior, con su capacidad resiliente, con su constante peregrinar en busca de mejorar las condiciones de aquellas personas que han sufrido siniestros de tránsito y también abogando por mejorar las condiciones de salud en el tránsito, a través de múltiples campañas de prevención.
Siempre se ha dicho que … “Mientras hay vida hay esperanza”, pero nosotros en la montaña aprendimos que era al revés, o sea que “mientras había esperanza, había vida”, porque sin esperanza la muerte era segura, sin esperanza la montaña nos fagocitaba en pocas horas. (GUSTAVO ZERBINO).
" La vida es un milagro, la muerte es un misterio y en el medio hay que vivir".
"Gustavo Zerbino tuvo la sensibilidad en medio de toda esa tragedia y desolación de haber pensado en el duelo de las familias de los que fallecieron, y visitarlos luego a cada uno para llevarles un reloj, una estampita, una carta, o algo que les sirviera para elaborar el duelo"
"Aprendimos mucho en la montaña, pero hay personas que viven los 365 días una cordillera, en una adversidad permanente y esa gente también tiene mensajes para transmitir".
El amor es la energía más grande que existe.
Cuando el yo se transforma en nosotros la conciencia se expande y los seres humanos son capaces por amor, con compromiso y actitud, lograr objetivos a veces imposibles. Pero primero hay que creer que se puede hacer.
"Todos los días me despierto y salgo de mi casa con alegría, con gratitud, con esperanza y con optimismo, y no permito que nada ni nadie me saque estos tesoros", y si algo o alguien me lo saca, que rápidamente vuelva a recuperarlos. (Gustavo Zerbino).
Aún en los escenarios más difíciles, la vida te dará motivos para agradecer” (Alejandra Forlan).
Alejandra nos habla de los valores, valores como la gratitud, siempre repetimos que cada vez que vayamos a criticar o señalar algo que nos falta, obligarnos a hacer una lista de 5 cosas por las que debemos estar agradecidos.
El poder hablar en público, un privilegio que deberíamos aprovechar: Manuel Campo Vidal
“El mundo se divide entre los que saben contar historias y los que no” (Gabriel García Marquez).
Manuel Campo Vidal (Huesca, 30 de marzo de 1951) es un periodista y presentador español de televisión, directivo en medios de comunicación. Además de ser un gran profesional del periodismo, se ha caracterizado por su elocuencia, su sencillez y sus calidades humanas.
Para leer la conferencia en su totalidad,
https://aprendemosjuntos.bbva.com/especial/todos-necesitamos-aprender-a-hablar-en-publico-manuel-campo-vidal/ se entra a este link del sitio "aprendemos juntos" donde están todas las charlas BBVA
Los secretos de "La Sociedad de la Nieve" contados por su creador: Juan Antonio (Jota) Bayona
Pero quienes la hayan visto deben escuchar al director Juan A Bayona describir los detalles increíbles que nos describe.
Algunos por su complejidad, otros por su dificultad, otros porque nos introduce en las diferentes profesiones del mundo del cine, que con su creatividad, su talento y con los avances que la tecnología ha creado, nos permite bajo el talento de este extraordinario director, crear una película que marcará un hito en la historia del cine.
Quienes transitamos la séptima década de nuestra vida, vimos a estos abuelos y conocimos en vivo y en directo estos ejemplos.
Quienes piensan que estas historias son del pasado, prendan la televisión los domingos a las 9.00 en canal 12 y miren el programa Americando de Lopecito y verán que historias cómo estás aún siguen vivas.
JOSÉ SARAMAGO ha sido uno de los más grandes novelistas del siglo XX. Ganador del Premio Nobel en el año 1998.
Novelas recomendadas: "Ensayo sobre la ceguera", "Todos los nombres", "Memorial del convento" y "El año de la muerte de Ricardo Reis".
Cuando recibió el Premio Nobel de Literatura en el año 1998 comenzó con este emotivo discurso:
"El hombre más sabio que he conocido en toda mi vida no sabía leer ni escribir.
Vivían de esta escasez mis abuelos maternos, de la pequeña cría de cerdos que después del desmame eran vendidos a los vecinos de la aldea. Azinhaga era su nombre, en la provincia del Ribatejo. Se llamaban Jerónimo Melrinho y Josefa Caixinha esos abuelos, y eran analfabetos uno y otro. En el invierno, cuando el frío de la noche apretaba hasta el punto de que el agua de los cántaros se helaba dentro de la casa, recogían de las pocilgas a los lechones más débiles y se los llevaban a su cama.
Debajo de las mantas ásperas, el calor de los humanos libraba a los animalillos de una muerte cierta. Aunque fuera gente de buen carácter, no era por primores de alma compasiva por lo que los dos viejos procedían así: lo que les preocupaba, sin sentimentalismos ni retóricas, era proteger su pan de cada día, con la naturalidad de quien, para mantener la vida, no aprendió a pensar mucho más de lo que es indispensable.
Ayudé muchas veces a éste mi abuelo Jerónimo en sus andanzas de pastor, cavé muchas veces la tierra del huerto anejo a la casa y corté leña para la lumbre, muchas veces, dando vueltas y vueltas a la gran rueda de hierro que accionaba la bomba, hice subir agua del pozo comunitario y la transporté al hombro, muchas veces, a escondidas de los guardas de las cosechas, fui con mi abuela, también de madrugada, pertrechados de rastrillo, paño y cuerda, a recoger en los rastrojos la paja suelta que después habría de servir para lecho del ganado.
Y algunas veces, en noches calientes de verano, después de la cena, mi abuelo me decía: "José, hoy vamos a dormir los dos debajo de la higuera". Había otras dos higueras, pero aquélla, ciertamente por ser la mayor, por ser la más antigua, por ser la de siempre, era, para todas las personas de la casa, la higuera.
Más o menos por antonomasia, palabra erudita que sólo muchos años después acabaría conociendo y sabiendo lo que significaba. En medio de la paz nocturna, entre las ramas altas del árbol, una estrella se me aparecía, y después, lentamente, se escondía detrás de una hoja, y, mirando en otra dirección, tal como un río corriendo en silencio por el cielo cóncavo, surgía la claridad traslúcida de la Vía Láctea, el camino de Santiago, como todavía le llamábamos en la aldea.
Mientras el sueño llegaba, la noche se poblaba con las historias y los sucesos que mi abuelo iba contando: leyendas, apariciones, asombros, episodios singulares, muertes antiguas, escaramuzas de palo y piedra, palabras de antepasados, un incansable rumor de memorias que me mantenía despierto, al mismo que suavemente me acunaba.
Nunca supe si él se callaba cuando descubría que me había dormido, o si seguía hablando para no dejar a medias la respuesta a la pregunta que invariablemente le hacía en las pausas más demoradas que él, calculadamente, le introducía en el relato: "¿Y después?".
Tal vez repitiese las historias para sí mismo, quizá para no olvidarlas, quizá para enriquecerlas con peripecias nuevas. En aquella edad mía y en aquel tiempo de todos nosotros, no será necesario decir que yo imaginaba que mi abuelo Jerónimo era señor de toda la ciencia del mundo.
Cuando, con la primera luz de la mañana, el canto de los pájaros me despertaba, él ya no estaba allí, se había ido al campo con sus animales, dejándome dormir. Entonces me levantaba, doblaba la manta, y, descalzo (en la aldea anduve siempre descalzo hasta los catorce años), todavía con pajas enredadas en el pelo, pasaba de la parte cultivada del huerto a la otra, donde se encontraban las pocilgas, al lado de la casa.
Mi abuela, ya en pie desde antes que mi abuelo, me ponía delante un tazón de café con trozos de pan y me preguntaba si había dormido bien. Si le contaba algún mal sueño nacido de las historias del abuelo, ella siempre me tranquilizaba: "No hagas caso, en sueños no hay firmeza".
Pensaba entonces que mi abuela, aunque también fuese una mujer muy sabia, no alcanzaba las alturas de mi abuelo, ése que, tumbado debajo de la higuera, con el nieto José al lado, era capaz de poner el universo en movimiento apenas con dos palabras. Muchos años después, cuando mi abuelo ya se había ido de este mundo y yo era un hombre hecho, llegué a comprender que la abuela, también ella, creía en los sueños.
Otra cosa no podría significar que, estando sentada una noche, ante la puerta de su pobre casa, donde entonces vivía sola, mirando las estrellas mayores y menores de encima de su cabeza, hubiese dicho estas palabras: «El mundo es tan bonito y yo tengo tanta pena de morir». No dijo miedo de morir, dijo pena de morir, como si la vida de pesadilla y continuo trabajo que había sido la suya, en aquel momento casi final, estuviese recibiendo la gracia de una suprema y última despedida, el consuelo de la belleza revelada.
Estaba sentada a la puerta de una casa, como no creo que haya habido alguna otra en el mundo, porque en ella vivió gente capaz de dormir con cerdos como si fuesen sus propios hijos, gente que tenía pena de irse de la vida sólo porque el mundo era bonito, gente, y ése fue mi abuelo Jerónimo, pastor y contador de historias, que, al presentir que la muerte venía a buscarlo, se despidió de los árboles de su huerto uno por uno, abrazándolos y llorando porque sabía que no los volvería a ver".