6/2/09

EL SERMON DE LA PAZ - JUAN ZORRILLA DE SAN MARTIN

“EL SERMON DE LA PAZ” del POETA DE LA PATRIA: JUAN ZORRILLA DE SAN MARTÍN - MONTEVIDEO 1924-
CAPÍTULO 1: EL ALMA DE LAS COSAS

Llevaron a Bernardino de Saint Pierre el autor de “Pablo y Virginia“ siendo niño, del campo en que se había criado, a la ciudad, por la primera vez. Cuando estuvo junto a las torres de la iglesia, lo vieron mirar hacia arriba embelesado.
¡Cómo vuelan!, oyeron que decía...
No eran las torres, aunque alguien pudiera creerlo, lo que volaba y llamaba su atención; eran las golondrinas que, en torno de las veletas, daban vueltas en el aire, o se posaban, una al lado de otra, en las altísimas cornisas. El niño campesino no veía en las torres otra cosa que un nuevo elemento de relación, para apreciar la belleza y la alegría de los pájaros, sus amigos, sus recuerdos. No es otro el objeto, si bien se mira, y si alguno tienen, de las bellas cosas visibles que no nos despiertan sensuales apetitos; el conducirnos al goce de las invisibles que alimentan de vuelos el alma humana. Esta, a diferencia de la del bruto con sus cinco sentidos corporales, cuenta con una especie de sexto sentido, el estético, la vista de lo recóndito, el oído de lo inaudito, por cuyo mayor o menor desarrollo se mide, me parece, el grado de perfección de un organismo inteligente. Ese sentido se encuentra, no muy desarrollado, pero sí muy puro, en el niño, porque ciertos deseos no han despertado en él. La persistencia de la niñez en la vida es el poeta, el artista, cuyas obras tienen por objeto el darlo a aquella nobilísima facultad; despertarla si está latente, estimularla o desarrollarla si ha aparecido. Ella es lo intermedio entro lo solo espiritual y lo solo material; vigoriza, aun en el orden sensible, la diferencia entre el hombre y el bruto. El hombre es el solo animal que tiene necesidad de lo superfluo, que no ha de confundirse con lo frívolo. Por ahí podría llegar, si no me equivoco, al verdadero objeto moral del arte, que bien puede ser, entre otros, el de atenuar nuestros apetitos groseros, con la revelación de otros deleites, capaces de hacer más amable la vida; el de hacernos advertir las golondrinas que salen de las torres, hasta presentarnos como insignificantes las torres mismas, por altas que sean; el de impedir que el niño que muere paulatinamente en el hombre se muera del todo antes que nosotros. La compasión que nos inspira nuestro semejante que carece de uno de los sentidos comunes, el sordo, por ejemplo, el ciego sobre todo, puede servirnos para apreciar la piedad que despierta en los elegidos el sujeto incapaz de percibir y gozar aquellos goces. Está privado de lo mejor de la vida; es un mutilado. Los animales, que sólo viven para buscar la propia conservación y la de su especie, carecen por completo de aquella facultad; no miran las encinas a cuya sombra caminan, ni la proyección del encinar sobre el cielo azul; desean sólo y comen las bellotas, que reconocen por el olfato: Por eso los animales, entre los que hay artesanos excelentes, no tienen artistas; porque no perciben el alma de las cosas, ni crean, por lo tanto, los signos de revelarla, para hacer a los otros participantes de sus propias visiones. Que no otra cosa es el artista; el que nos toca el hombro, y nos hace advertir lo invisible; lo que miramos sin ver. Como lo animales no tienen fantasía, no saben de remordimiento, ni de virtud, ni de honor. En el simple instinto no cabe la abstracción, el vuelo, porque el alma puramente instintiva vive y muere o se disuelve con el organismo, según su naturaleza. El alma humana, como nadie lo ignora, conoce y quiere cosas inmateriales, espirituales, porque ella lo es; una cosa o substancia espiritual, capaz de operaciones que no se conciben en la sola materia. El bruto no puede percibir tales objetos o existencias, ni , por consiguiente, amarlos ni odiarlos. No hay en él naturaleza para tales funciones; no hay sujeto para tal objeto, como no lo hay para el hombre grosero para percibir las golondrinas de las torres, ni la pureza de las cosas desnudas. Los hombres en que toda niñez ha sido extirpada no perciben los cantos de los aires; huelen la estatua; arrancan con los ojos los graciosos pliegues que envuelven la belleza para revelar su misterio; comen carne de alondras.
II
Y bien; buscaremos algo de niñez en nuestras miradas. En un extremo de Montevideo, mi ciudad natal, sobre el Río de la Plata, en una pequeña punta llamada Punta Carreta o Punta Brava, tengo yo un pedazo de terreno, que adquirí, cuando aquello era un desierto, por poquísimo dinero. Lo he cultivado por mí mismo, lo cavo, lo riego, y le llevo árboles vivos y semillas. Hasta puede decirse que yo he hecho esa tierra, como el holandés la suya, porque le he sustituido, en gran parte la arena y la conchilla de que estaba formada por tierra negra vegetal. Sólo yo sé la influencia de ese solar sobre el último tercio de esta mi vida que voy viviendo; por él he sabido de las estaciones, y del beneficio de las lluvias, y del brillar de las estrellas en su plenitud; muchos matices del año hubieran pasado inadvertidos para mí sin él; no me daría cuenta del momento en que florecen los árboles y cuajan los frutos; éstos completamente muertos, me servirían sólo para comer. Por él, en cambio, las tristezas de las plantas me dan tristeza, y puedo así, con cierto derecho, compartir también sus alegrías, como si fuera un hermano. La casa que allí he construído no es grande, y es también de muy poco precio; pero como está dada de blanquísima cal, puede, por su color de porcelana, satisfaces, el gusto más exigente. Es perfectamente amable, dígase lo que se quiera, con sus inocentes líneas y sus techumbres ingenuas. Nada puede darse de más insignificante que esa mi casa; pero no lo es para mí, por cierto. Como el terreno con la naturaleza, esa obra de arquitectura me pone en contacto también con ella, con la naturaleza, y me habla familiarmente del arte más propicio a incorporarnos a la tierra que habitamos. Y si alguien dijera que no es el caso de hablar de arquitectura cuando se trata de una casa dada de cal y con techumbre de tejas coloradas, ese dictamen no tendría mi asentimiento; juzgo, por el contrario, que es la ocasión más propicia para hablar de arte, si, como yo lo creo, el arquitectónico no es otra cosa que la expresión sincera del objeto de una construcción, impresa en su forma sensible, según los materiales de que se ha dispuesto, y que no hay por qué ocultar. Su enemigo mortal es lo enfático, lo superfluo engañoso, que, como la cáscara de una fruta puesta en otra, esconde, en vez de revelar con gracia decorativa, la vida interior, o denuncia la falta total de vida. Nadie deja de distinguir un edificio muerto de uno vivo, aunque ambos sean recientes y estén habitados.
III¿Dónde encontraré la poesía? Me preguntaba una vez irónicamente un cierto buen hidalgo particular que desdeñaba el arte. ¡Oh señor mío!, le decía yo con sinceridad, la encontrará usted en todas partes o en ninguna. La belleza, efectivamente, la dicha relativa, única accesible al hombre, está junto a nosotros, nos toca la cara. Creemos que la felicidad y la belleza son algo extraordinario, y que está siempre allá, del otro lado; que debemos encontrarlas en forma de un grande y pesado lingote, sin advertir que, reducidas a polvo de oro, las tenemos bajo nuestros pies. Es preciso detenerse a recoger polvo, pues. Sólo el reposo es el progenitor de lo bello, y es inseparable de la dicha. Si lloras por el sol, no verás las estrellas, dice el poeta. Entre el sol de hoy y el de mañana está la noche estrellada. La felicidad, sin embargo, es una cosa hecha de tantas piezas, que siempre falta alguna que se ha perdido; no hay que contar con ella en absoluto. Y así la belleza, que ni siquiera nos es dado definir con alguna precisión. Acaso pudiera decirse que es un recuerdo que tiene el alma del país en que nació, de su vida anterior a la materia. Y todas las almas proceden de ese país lejano; todas son compatriotas. Y lo serán tanto más, cuanto más recuerden la región nativa, que no es otra cosa que la mente de Dios. El arte es realización de esa belleza, como sabemos, por medio de signos sensibles: color, forma, sonidos, palabras; pintura, escultura, música... Son bien notorias, fuerza es confesarlo, las discrepancias de los hombres al respecto; unos creen bello lo que los otros feo; pero así como existe una conciencia universal sobre lo bueno y lo malo, no es posible dejar de reconocer una conciencia estética, que es, a la sensibilidad, lo que la ley natural al entendimiento. La belleza es la verdad; y la verdad en las cosas es el carácter. Obtener el carácter de un hombre feo es hacer cosa bella: Velázquez y sus enanos o sus bufones. La virtud moral no consiste tanto en realizar sonantes actos heroicos, cuanto en cumplir los deberes habituales, que pueden dar ocasión a pequeños heroísmos. El cultivo de la virtud estética no es tanto la realización o el goce de valiosas obras de arte, cuanto el esfuerzo por saber hallar lo bello en todo cuanto nos acompaña. El hombre no puede vivir sin grandeza, y ella tiene que estar a nuestro lado, como los demás elementos de la existencia. Todo puede ser grande; todo lo es. La música sinfónica, la escultura, la pintura son incidentes de nuestra vida, y propiedad sólo de algunos; pero todos somos dueños de la belleza difusa, de la armonía o el orden que sale de las cosas que nos rodean, entre las cuales está, en primer término, como el canto de los pájaros, la casa que habitamos; ésta será tanto más artística cuanto más hecha para nosotros mismos, para cada uno de nosotros, no para todo el mundo, es decir, para nadie. La permanencia de la casa no se obtiene con dinero. Y hay más de nosotros mismos en nuestra casa que en nuestro sepulcro. Algo de eso tiene, o ha querido tener mi casita de Punta Brava, cuya historia es casi la mía, la de mi espíritu. Comenzó por sus cuatro paredes y su techo de zinc; era todo cuanto yo podía hacer cuando la hice; era todo lo mío. No carecía de interés, con sus dos ventanillas y su graciosa solana o soportal de madera sobre la puerta; pero le faltaba estatura: no veía casi nada a su alrededor: y la idea de darle el órgano de la visión nació de su propia naturaleza. Así nace el concepto de torre o atalaya. Una pequeña habitación saliente que tenía adosada creció por sí misma; con levantarle las paredes, hacerle en lo alto un pretil, y abrirle un agujero ojival que diera luz a la habitación superior, la torrecilla apareció airosa y robusta como la que más. Y perfectamente útil, por cierto, y razonada. Proyectada sobre el azul del mar, ella me recoge la porción de sol que a mí me toca en el universo. Otro día, como se demoliera por su nuevo dueño la vieja y amplia casa que fue mía, y que construyó hace casi un siglo, el bisabuelo de mis hijos, prócer de la primera patria, obtuve una de sus puertas, y la hice entrada de mi casa. Se ajustó a ella a maravilla; sirve para entrar y salir; pero, sobre todo, para recordar y estar en reposo, viendo cómo corre el tiempo y se disipa. Y para hablar también, si a mano viene, de la historia de esta mi buena tierra del Uruguay, que, sin ser tampoco muy grande, lo es bastante para llenar mi corazón, es decir, para ser la más grande de las patrias, pues sólo ella puede hacer eso, que no es poco: llenarme el corazón. El día que aquella construcción, con sólo crecer, hubo de cobrar su fisonomía definitiva y revelar una intención o pensamiento arquitectónico, llegó también. Se le agregaron entonces, a un lado y a otro, dos cuerpo cuadrados de edificio; bajo el uno con su chimenea, alto el otro, con su tosco balconcillo de madera y su cobertizo de tejas en el ángulo, como las casonas montañesas. Cobró así todo aquello el carácter de casona española que hoy tiene; pero no como simple fantasía, como hubiera podido cobrar el de un chalet suizo o el de un villino italiano, comprados con dinero sino como expresión de su vida interior, como la casa del caracol, hecha de vida y de recuerdos. Esta misma descripción de mi casa colonial, más que una descripción, es toda una doctrina, como se ve; es la que informa este libro o sermón caritativo, que quiere hacer amable lo propio, sin odio a lo ajeno y sin envidia; que ofrece algún bienestar a quién con recto corazón lo lea. Esa es la historia, pues, digámoslo así, de mi castillo. Y como, sobre ser obra no de dinero anónimo sino del ingenio mío y de los míos, está lleno de recuerdos tristes y alegres de algunos años, puedo llamarlo mío, como los recuerdos que lo habitan y le son inseparables, mientras no sea ¡ay! demolido por algún nuevo dueño del terreno, cuando éste deje de ser tierra para ser ciudad, y valer mucho dinero destructor. Este nuevo dueño embellecerá el barrio, agregando su casa al rebaño arquitéctónico que allí caminará en larga hilera; las construcciones atrailladas, recostadas las unas a las otras, tendrán entonces sus perinolas o grandes trompos de metal estampado, y sus suntuosas cúpulas que nadie ocupará, sus puertas por las que nadie entrará, y sus ventanas de invierno (bow windows) para verano. No le faltarán sus columnas, que no soportarán peso alguno, y sus ménsulas o repisas de fino material y extraña forma historiada. No será todo eso regulado por el gusto o la conciencia estéticos, sino por otras facultades que los sustituyen: el prurito de ostentación que lesiona la sensibilidad; el deseo de copiar al vecino y superarlo si es posible, y demás análogas extravagancias. Pero no hay tampoco por qué mirar con ojeriza esas humanas debilidades de que todos sufrimos, quién más quién menos. Los demoledores o restauradores de mi torre podrían ser mis propios nietos,(*) sin ser por eso dignos de vituperio. Que el hombre es más hijo de su tiempo que de su propia madre.

IV

Pero si mía es la casa, lo son, sobre todo, los árboles que allí he plantado, y regado, y defendido de las abominables hormigas. Sí, muy trabajadores y ahorrativas, las hormigas; son pueblos industriales y fuertes, los hormigueros; naciones conquistadoras. Pero no son los cultivadores de frutos y legumbres, a buen seguro, quienes les consagran fábulas apologéticas, con menoscabo del honor de las cigarras cantantes. La inerme cigarra no atesora, efectivamente; vive sólo de sol, sin quitárselo a nadie, como vive de sombra y de humedad el sapo, criatura también buena, amable y musical, objeto constante, sin embargo, de desprecios y persecuciones de lo más injusto que conozco, por parte de los muchachos, sobre todo, sin duda porque no corre ni muerde. Ese pobre sapo es, como la cigarra, inofensivo, indefenso, benéfico; su voz de oboe coreada por las castañuelas de plata de las ranas que piden agua o la agradecen al cielo, y por el trémulo grito de los grillos, es una de las voces respetables de la naturaleza; hay un momento en ésta caracterizado por la voz del primer zorzal, y lo hay señalado por la del primer sapo. Son dos notas fundamentales de la grande orquesta. La misma enigmática figura del sapo, aunque lo vemos generalmente en cuclillas, en actitud de ídolo suplicante, n o carece de cierta dignidad. Muy pocos le han observado los ojos resignados y pacientes; que, a haberlo hecho, no lo mirarían con tanto desvío y antipatía. Bien pudiera ser un ente superior, un príncipe convertido en fea bestia, en castigo de algún pecado de amor impuro, el desventurado sapo. Hay entre esos mis árboles algunos de singular mérito; lo ombúes que allí tengo, por ejemplo, ocho o diez, son magníficos. El ombú, dicho sea de paso, es el árbol que yo prefiero, no sólo por ser el que con más pasión se abraza a su madre, y madre mía, la tierra en que ambos nacimos; no sólo por su opulenta forma, sino porque no se come; no despierta apetitos; no es maderable; ni siguiera sirve para el fuego. Pero nos da sombra, el mejor fruto del sol, nuestro mejor amigo: sombra. No es esto decir claro está, que yo no estime en lo que valen los árboles frutales que allí cultivo; los perales, pongo por caso. Los hay, plantados por mí, que han producido hasta una docena de peras, y aún más, perfectamente maduras, como hay higueras que han dado sus higos, y algunas palmas con su gran racimo de cocos, que, si bien un poco agrios, (cocus campestris) tiene una piel amarilla azucarada, muy buscada por las avispas. No pueden faltarme las flores por supuesto; pero, para no caer en prolijidad de mal gusto, sólo mencionaré las enredaderas, cuyas campanillas azules se abren por la mañana, y se cierran cuando anochece. Las madreselvas, sin embargo, que respiran en las tardes de verano y las llenan de olor a miel de abejas, deben aquí también ser recordadas, porque son, para mí, las flores por excelencia. Y mucho más cuando su olor se mezcla al de los jazmines. Hablo de los del país, de los jazmines blancos, de los fríos que vuelan en la planta y que parecen estrellas de muselina. Las tardes realmente bellas son esas: las que huelen a madreselva; por ellas he llegado a creer en este nuestro pobre sentido del olfato, tan desacreditado por algunos. Y no hay para tanto. Que si bien está en lo cierto quien afirma que ese sentido tiene mucho de contacto material, y no la pureza de la vibración sonora, no es tan irracional como pudiera creerse la analogía entre una ráfaga de madreselvas y un melodía de Bellini, que, al caer la tarde, sale, de un piano desconocido, por una ventana abierta en lo alto. Yo concibo perfectamente un poema hecho de olores; el de la madreselva me tra vuelos de risas en el aire, voces de niños que juegan antes de irse a dormir; el de las azucenas parece cantar la Salve en mi memoria, como una voz de armonium. V
El paisaje natural que allí me rodea tiene todo cuanto es dado desear; nitidez de dibujo, riqueza y armonía de tonos, luminosidad, expresión definida. El Río de la Plata, que ocupa todo el horizonte y se llega con sus aguas hasta mi puerta, es el protagonista, como no puede menos, de mi drama de color. Es un fiesta de los ojos ese nuestro río como mar de los indígenas. El verde azulado, que es su tono ordinario, se transforma y tornasola, pero sin que el agua pierda su fluidez, ni olvide su terrestre procedencia. Unos días predomina en él el verde esmeralda; otros el azul cobalto; nunca el ultramar del Océano, o el lapislázuli del Mediterráneo, que parecen resistir todo abrazo afectuoso con los verdes y los ocres de la tierra, a la que no reconocen como madre; son hijos de la infinita transparencia. En el Plata, hijo de las ausentes montañas, todo es atenuado: los tonos y el movimiento, los peñascos y las olas. La proyección del verde de los árboles, del verdinegro de los eucaliptus, entre otros, sobre aquel azul, forma una armonía de color, un color intenso, como no he visto en otra parte.CAPITULO II - PUESTA DEL SOLI) El paisaje que estoy mirando en este momento desde mi casona de Punta Brava, y en el que creo ver concentrado mi universo, está bañado de la luz de esa divina ley. Una gaviota blanca, adorante, que parece inmensa, se acerca por el aire y me abre las alas sin recelo. Ese buen pájaro no ve en mí, como en los muchachos que tiran piedras, un enemigo fuerte; casi estoy por creer que se da cuenta de que soy su amigo. Es el espíritu, que, como las golondrinas de las torres, brota del río, cual si este echara a volar. No es esto decir que este paisaje sea invariable, por supuesto, y que todos mis días de Punta Brava (por algo se llama así) sean tibios y apacibles; lo suele haber de viento y de frío, y de chubascos; los suele haber de viento y de frío, y de chubascos. Los vientos del Sur, que vienen de lejos, del Cabo de Hornos quizá, persiguiendo hasta la costa el rebaño, presa de pánico, de las grandes olas, son a veces implacables; andan por el aire gritando, como dioses norsos conquistadores. Y cuando da en soplar el Pampero, viento del Oeste que nos llega al ras del Plata, desde las Pampas o llanuras andinas, el tiempo no es apacible; pierden las gaviotas su equilibrio o divina euritmia, y los pájaros dispersos buscan abrigo en los aleros, callados o dando chirridos; los árboles pasan sus largas horas de desamparo, y yo pienso en ellos, cuando despierto de noche, y oigo al huracán, remoto o próximo, que anda en el aire. Pero, sobre ser el caso poco frecuente, esos mismos vientos pamperos, como que los conocemos desde niños, son menos desaforados para nosotros que los extraños; están en su casa, y hasta tienen algo de los amigos importunos o pesados, que se echan de menos cuando dejamos de verlos algún tiempo; son nuestros pamperos. Ellos nos sirven, por otra parte, para apreciar mejor, y gozar con mayor gratitud, de las mañanas y tardes de bendición, llamémosle místicas, que son allí constantes; los aguaceros seguidos de sol, con su Arco-Iris del uno al otro horizonte; los ponientes gloriosos, con sus nubes en forma de lagarto o de palomas dispersas, sus procesiones de arcángeles dorados, y sus remotas ciudades caminantes, llenas de cúpulas, en el divino silencio.

II

Una de esas tardes era la de ayer, precisamente, y mejor no pudo elegirla, para visitarme en mi rústica heredad, un buen amigo mío, hombre de bien a carta cabal, persona acaudalada, y de más que mediano entendimiento. Me encontró solo, trabajando a más trabajar con el rastrillo. Los árboles estaban alegres, y las enredaderas no habían cerrado los ojos azules todavía entre las hojas; mi torre parecía de mármol, y el río de esmalte azul; la cúpula del cielo estaba recién dorada por los artistas diáfanos.
Mostraba yo envanecido todo lo mío, todas aquellas cosas, a mi amigo: mis árboles, mi pedazo de mar, la última porción de sol de aquel día, que me quedaba en las paredes de la torre. Y él, después de mirar a su alrededor, a lo lejos, hacia arriba, me miró a mí, como si hubiera descubierto un secreto que yo guardaba, el de mi caudal; me miró riendo, con aire de parabienes. ¡cómo habrán subido ahora de precio estos terrenos! Me dijo, por fin; este es ya un buen lote. Pero es preciso adquirir ese de al lado, par tener mayor frente sobre la rambla... ¿cuánto vale ahora el metro por acá? ¡Cómo vuelan! Decía Bernardino de Saint Pierre ... ¡El metro! ¿pero acaso esto tiene metros, Dios mío? ¿Es esto realmente un lote, que haya de completarse quitando el suyo al vecino? Nada de todo esto es mío, pues, desde que tiene precio; nada de esto; lo mío no tiene precio... Aquel ingrato amigo no había estado observando, como yo lo creía, ni el ombú que estaba a su lado, con el último toque de sol gratuito, ni el horizonte de cobre enrojecido, ni siquiera el mar; había advertido que por allí se había hecho, no por culpa mía, ciertamente, una rambla o avenida alquitranada, por la que corría, a todo correr, un carruaje automóvil, entre una nube de bencina. Y que no tenía más objeto que el de adelantarse a otro carruaje, que, a su vez, sólo corría por correr, desaforado. Y allí, junto a nosotros, tocándonos los cara con las ramas, estaba el peral lleno de peras maduras, en forma de campana, que parecían naranjas, por la luz del sol poniente. El árbol, plantado por mí, uno de mis predilectos, me miró con la expresión de un inofensivo animal salvaje acabado de atrapar; me miró como si hubiera oído un disparo. Que también los árboles sienten el pánico, si los observamos. En poco estuvo no lo experimentara yo mismo; sentí, cuando menos, algo como el efecto de una amenaza a mis ombúes sin valor, a mi casa de poco precio, guardada sólo por un perro compañero de mis nietos, a la puerta de los abuelos, de débil cerradura. Hubiera querido esconder todo aquello, ponerlo a salvo en otra parte, en otro rincón de mi tierra, con sus horizontes y sus gaviotas. ¡Oh las naciones grandes, las confederaciones fuertes, hijas del dios Pan, el que infunde los pánicos! También las grandes fortunas de los hombres se forman así: por la conglomeración de las chicas aniquiladas. Y así se amasan los patrimonios suntuosos, donde no se pone el sol, y donde no se goza de la noche estrellada. Y así nacen las grandes ciudades, con sus palacios impersonales, que desalojan a las bellas torrecillas dadas de cal, en que viven las alegrías, y anidan las caridades, las continencias, la resignación y la paz. Y los hombres se enorgullecen de las ciudades, de las patrias armipotentes, grandes lotes de muchos metros, de mucho valor venal, y de mucho humo de bencina y de pólvora. No hay paz para el soberbio dice el libro. La paz es una entidad de orden moral, superior al jurídico. La quietud, el descanso, el silencio, la riqueza, el placer, son cosas del orden material. No está en ellos la paz; ni siquiera en el sepulcro. El descanso, el silencio, el mismo sueño, el último inclusive, serán enemigos que te inquietarán.
La paz es una actividad. Si quieres ser feliz, procura ser hoy un poco mejor que ayer; aprende a estar contento, alegre; goza sólo de aquello que estés seguro que te viene de la mano de Dios, y así hallarás el goce, aún en el dolor.
Y hallarás paz en el soñar de la vida, y en el de la muerte.
Yo tuve que recibir de buen agrado, sin embargo, los parabienes de mi buen amigo, porque eran bien intencionados.
Este libro ha nacido de su visita.
Y, como suele salir un pájaro volando de entre las yedras que envuelven un viejo muro, el niño de sesenta años que tengo en el corazón, y que en este libro ha pensado, o cantado, o dicho místicas ingenuidades, salió de entre las hojas...
Sí, contesté a mi amigo, tristemente, mirando al mar; efectivamente, deben de haber subido mucho de precio estos terrenos...¡qué le hemos de hacer!...
Y yo miraba largamente el mar, ... y el mar me miraba; y sentía el silencio de mis mares interiores.

1) "Velar se debe la vida, de tal suerte... que viva quede en la muerte"... Escudo de la Familia Zorrilla.

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