| Un día, hace 20 años, René Zanetti oraba en su casa, en Córdoba, como lo hacía diariamente, junto a su mujer y a sus seis hijos.... de pronto sintió en su interior un rumor y una fuerza como los de un río que se deshiela y desciende impetuoso desde la montaña. Cerró los puños, sintió que su pecho se tensaba a punto de estallar y su voz tronó: “Señor.... ¿dónde están los hombres? ¿Dónde están?”. No se refería al género humano. Clamaba por los hombres, los varones. No podían ser esos que golpeaban a las mujeres, que se ausentaban de la vida de sus propios hijos, que desatan las guerras, que maltratan al planeta y a otras especies, que compiten salvajemente entre sí por el poder, por el dinero, por absurdos “aguantes” en materia de alcohol , de violencia o de sexo. No podía ser que tantos de sus congéneres actuaran así. ¿Dónde estaban los hombres con capacidad de amar, de cuidar, de honrar la paz, de establecer acuerdos, de multiplicar fuerzas para mejorar el mundo, de cuidar el planeta en que vivimos y la vida que hay en él? ¿Dónde los hombres fecundadores, no los depredadores? ¿Dónde la testosterona y el coraje espiritual para decir que no al mandato de una masculinidad utilitaria, obediente a los preceptos de la productividad a destajo, de la desconfianza en el otro, de la lucha ciega, de la fuerza sin corazón? Esa masculinidad tóxica, que aún prevalece en la política, en los negocios, en el deporte, en la sexualidad, en los vínculos con el otro, en la relación con los hijos, en la mirada hacia la mujer, esa compañera distinta, necesaria y complementaria? René Zanetti es un pastor cristiano. Es un hombre de 63 años, calvo, barbudo, robusto, bien plantado. Si fuera un perfume se diría que de él emana esencia de roble, de tierra, olores ahumados, agrestes. Hace veinte años René salió a la búsqueda de los hombres cuya ausencia le dolía. Los ha convocado en cientos de lugares, en cientos de encuentros. Los ha ido encontrando, de a poco, pero sin pausa. A donde va deja la inquietud y algo empieza, algunos hombres se miran a sí mismos, luego al de al lado y despiertan y vuelven las miradas hacia sus hijos, hacia sus mujeres, hacia la comunidad en la que viven, y se sacuden la capa de hábitos patriarcales empobrecedores y se empiezan a rencontrar con su hombría antes que con su machismo. Y de a poco otros se suman. “Creo que alguna huellita está quedando”, me dice René. Le respondo que es más que una huella. Está mejorándonos a los hombres y mejorando el mundo. Cuando le digo eso, sus ojos se llenan de lágrimas. Lo abrazo y, efectivamente, es como abrazar a un árbol de tronco fuerte y enraizado. René es un emergente. El emergente de una búsqueda y una necesidad. Una necesidad de los propios hombres, de las mujeres, de los hijos. Para darnos cuenta, miremos a los hombres que están en la política y veamos cómo la hacen. A los que hacen negocios y cómo los hacen. A los deportistas (en las tribunas y en las canchas). Miremos cómo sigue vigente y cómo predomina un paradigma masculino tóxico. La pregunta de René sigue abierta. La respuesta sigue siendo necesaria. Y sólo podemos darla los hombres. Para que no la den los machos. René responde desde su ministerio. Cada varón tiene su propio lugar desde donde hacerlo. | |
Querido congénere:
Esta carta no podía tener otro destinatario que no fueras vos. Nadie podría entender mejor de qué hablo, qué quiero decir. Querido congénere, vos y yo,varones ambos, estamos en peligro de extinción. Así como nos mandaron a vivir nuestras vidas de hombres, así como nos mandaron relacionarnos con las mujeres,con nuestros hijos, con las cosas, con los seres, con el mundo, así no va más.
Te quiero contar cosas que escucho, que siento, que pienso, que vivo y que veo,cosas que nos involucran y que, quizás, no ignoras y te preocupan tanto como a mí. Veo mujeres tristes, desalentadas, resignadas a no encontrarse emocionalmente con nosotros, a no contarnos como compañeros de vida, digo como verdaderos compañeros de vida, como hombres dispuestos a explorar con ellas desconocidos del afecto, a confiar en que nuestras diferencias nos enriquecerán, dispuestos a mirarlas con cariño, con ternura, con humor, además de con deseo. Veo mujeres que no nos entienden ni se sienten entendidas por nosotros, mujeres que han hecho hasta lo imposible por comunicarse (y debo decirte querido congénere, que a menudo hacen de más, se ponen demasiado ansiosas, sofocan, se adelantan a nuestros tiempos).
Han hecho hasta lo imposible guiadas por la mejor, la más amorosa de las intenciones. Y hoy a muchas las veo y escucho resignadas a convivir con hombres que siempre serán extraños y lejanos o, directamente, a prescindir de ellos. Muchas mujeres prefieren compartir su tiempo con otra u otras mujeres: reciben más afecto, más comprensión, más compañía (aunque le falte el tipo de compañía, comprensión y afecto masculinos que tienen otra energía, otra vibración, no opuesta sino complementaria).
Hay mujeres a las cuales empezamos (sólo empezamos) a resultarles prescindibles.
Y si prescinden de nosotros, ellas estarán sin hombres, pero los que estaremos verdaderamente solos seremos nosotros, te lo aseguro. Nosotros, los varones sabemos muy poco, o nada, de estar solos, salvo en las trincheras o arriba de un ring. Y aún así, nos damos el dudoso lujo de aislarnos.
Ya no esperan que sus padres se interesen de verdad por lo que o ellas (hijo, hija) les pasa, ya no aspiran a ser revalidados por la amorosa y firme mirada paterna. No sé si te ocurre, no sé si te ha tocado, pero he sido testigo u oyente de muchas palabras de hijos desalentados. Dicen cosas como “A mi viejo no vale la pena pedirle nada, nunca tiene tiempo, siempre está ocupado”.
O dicen: “Me hubiera gustado verlo en la entrega de diplomas, me hubiese gustado que estuviera allí (y no en una reunión o jugando al futbol o al tenis, o llevando el coche al taller) el día que traje a mi novia por primera vez a casa”.
O dicen: “Me gustaría no sentir este silencio incómodo cuando nos quedamos solos.
Me gustaría que me mire a los ojos cuando me habla.
Me gustaría que no opine sobre todo lo que digo.
Me gustaría que me escuche sin juzgarme.
Me gustaría que alguna vez me prohíba algo y me lo explique, así puedo aprender.
Me gustaría que no me trate como a un amigo, que no se haga el chico que no me robe mi manera de hablar; necesito sentir que es mayor que yo, que tiene otra experiencia, que sabe cosas que no sé, que podré confiar en él si me pierdo.
Y así, con un padre haciéndose el chico, no puedo. Y paso vergüenza ante mis amigos, porque encima no funciona como chico”.
“Este tipo me sirve o no me sirve, lo tengo que cuidar o lo tengo que cagar”.
Escucho eso, lo escucho con una frecuencia que me alarma.
Pasa en las empresas, en la política, en la vida social, en los clubes, en las agrupaciones profesionales.
Veo cada vez enceguecidos por la ambición, a los que no les importa qué precio (moral, en salud, en dinero, o reputación) hay que pagar para tener.
Tener... ésa es la palabra, hermano varón.
Tener poder, mujeres, plata, casa, cosas (no importa qué cosas: cosas).
Cuando hay tan poca solidaridad, tan poca empatía, poca camaradería entre los varones estamos mal, hermano varón.
Nos quedaremos solos, solos entre nosotros, solos y en guardia, solos y enfermos.
Morimos antes de tiempo o llegamos estropeados a nuestra vejez.
Necesitamos, para nosotros y para otros, llegar vivos a la hora de nuestro final, con capacidad para convertir nuestras experiencias en sabiduría y para hacer de nuestra sabiduría una herramienta al servicio de nuestro safectos y nuestro mundo.
Pero la gran mayoría de nosotros estamos llegando vacíos, sin nada para transmitir, habiendo acumulado vivencias como quien junta fotos, pero sin haberlas transformado en algo trascendente.
Digo nosotros, digo los varones, no es un “nosotros”abstracto.
Digo los hombres (no digo “la humanidad”), los que tenemos pito y voces gruesas y pelos en todas las partes (a veces no en la cabeza).
¿Se entiende, muchacho?... Digo que los varones, con nuestro maldito mandato machista, ya hemos mucho daño y ya nos hemos hecho mucho daño a nosotros. Así, no va más.
La paternidad biológica es solo un dato, un accidente, hay que darle sentido, llenarla de contenido. Prescindimos entre nosotros el uno del otro, apenas nos usamos.
Así no se construyen vínculos fraternales y fecundos.
Será el ominoso final de un modelo que nos hizo creer invulnerables, poderosos y ganadores. ¿Qué ganábamos, querido congénere?.
¿De veras no estás un poco harto de tener que demostrar todo el tiempo que tenés huevos? ¿Qué quiere decir tener huevos?
No es algo que elegiste, no es algo que se logra con esfuerzo, con aplicación, con creatividad. Terminémosla con los huevos.
La mayoría de nosotros (la penosa inmensa mayoría) ni siquiera sabe qué función cumplen los testículos en nuestro organismo.
¿De veras no estás harto de demostrar tu fuerza, y de aguantartela solo?. También los burros tienen mucho aguante. Y los bueyes. ¿Hay algo más por lo que destaques? Hasta entonces, un abrazo fraterno.
Sergio Sinay
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