25/9/11

Carlos Páez Vilaró: del mediomundo a casapueblo... repleto de luz. Mi mayor descanso es el trabajo.



Artículo publicado en la revista Sala de Espera (Junio 2011)

“Era una casa muy complicada, No tenía techo, no tenía nada, Era una casa de pororó Era la casa de Vilaró” (fragmento cantado por Vinicius de Moraes en sus tantas visitas a Casapueblo)

Pinta en una cúpula, su vista es al mar, siempre. Porque no hay horizonte más eterno que el de un soñador: “Creo más en el intento que en el hallazgo. Lo importante es tratar de no llegar nunca”. Su casa ancha como un pueblo define el alma de su soñador, que con 87 años ha abierto orificios de luz en la pintura y las formas, pero también en la mentalidad de una época y un tiempo. Pionero y generoso en su propuesta, su obra se desplegó de la misma forma que el viajero pintó murales y obras en cada país que visitó, dejando huellas, tambores, soles y colores.

EL MUNDO ES PEQUEÑO Y MERECE SER RECORRIDO:
“El mundo es pequeño, y merece ser recorrido”. Esa fue la frase insignia de este hombre que recorrió cinco continentes y dejó su huella de murales y obras en cada sitio en el que estuvo. Hizo del trueque su modo de vida y durante décadas cambió cuadros por unos pesos, comida o alojamiento en el exterior, como fue el caso del mural que pintó para Marlon Brando en su casa de Tahití. Su espíritu aventurero lo llevó siempre al encuentro de los acontecimientos. Brigitte Bardot, el Che Guevara, Piazzola o Picasso son algunas de las figuras públicas más relevantes que conoció, entre tantas anónimas con las que compartió conventillo, miseria o rebeldía.
Cuareim 1080 fue su lugar, su atelier, la raíz de su pasión. Las llamadas y el tambor, lo ven pasar cada año con la misma intensidad de aquel desconocido que alquiló una pieza en el Mediomundo porque ese era su lugar. “El Mediomundo fue mi mundo entero” dice el hombre a quien, hasta el día de hoy, todo el barrio sale a saludar cada vez que pisa los adoquines de la calle Curuguaty.
Todos los santos
La comadrona agarró en sus manos al niño robusto y pleno, de grandes manos, augurando un futuro de artista: músico o pintor. Era el 1º de noviembre de 1923. Carlos María era el tercer hijo del matrimonio compuesto por Páez Formoso y Rosa Vilaró, una típica familia de clase media alta de la sociedad uruguaya de aquel entonces. Desde una casona en la rambla de aquel privilegiado barrio Pocitos, hasta Cordón o Malvín. Una infancia feliz, plena de juegos, con la pintura siempre presente en sus manos. La adolescencia lo encontró a varias paradas de su destino final de educación, y el puerto del Buceo atrapó su atención entre pescadores, yates y marineros. El espíritu inquieto decidió hacerse a la mar y probar suerte cuando la situación económica familiar no era la mejor. Según recuerda el propio Páez sobre sus veinte años: “Siempre fui un buscador de ilusiones. Pasé por el mundo tratando de aspirar aquellas cosas que podían ser útiles para mi inspiración. En el sentido insolente, de escuelas y de maestros, me tiré en el océano sin saber nadar”. Fue fosforero, tipógrafo y pintó dibujos en plazas por dos pesos en su periplo bonaerense de aquella época.
A su regreso a Montevideo, le costó hallar su lugar. Intentó llevar una vida acorde con las expectativas sociales, pero “otro mundo” a pocas cuadras de la citadina 18 de julio lo atrapó. Cuenta que desde el día que vio pasar una comparsa, una víspera de nochebuena, supo hacia donde tenía que ir. Marchaban hacia la calle Cuareim, y ya eran una multitud de alegría y tambor, y el joven Carlos los acompañó.
Su otra vida transcurrió en los espacios y los sonidos de aquel Medio Mundo que lo llevó a fascinarse con el espíritu de la raza negra hasta recorrer el África entera.
Su vida es un mosaico de contrastes donde, evidentemente, siempre primó la intensidad de vivir. Una vida burguesa y más allá, el mundo: “Yo estaba casado y llevaba una vida pacífica y social dentro de un mundo de confort, horarios y obligaciones. Por otro lado convivía con lo que era mi pasión. Tuve la suerte de conocer a un muchacho negro que se transformó en mi hermano. Él sin hablar me decía cosas. Yo al lado de él entré en un mundo mágico, el de los afrodescendientes del Uruguay”. Sus cuadros comenzaron a reflejar un mundo que se le deslizaba muy dentro de su alma. “Pude pintar su intimidad, las mujeres con las manos en el jabón, verlas subir las escaleras caracol, armar el árbol común de navidad, compartir el pan entre todos; esa vida al natural me facilitó toda la grandeza del espíritu para transformarme en un hombre con una sensibilidad distinta que pude desarrollar como artista”.
Su primera muestra fue mitad un mundo, mitad otro. El primer festival internacional de Cine de Punta del Este lo clausuró con las comparsas del Medio Mundo que hicieron bailar a Joan Fontaine, John Derek y hasta Cantinflas, con Marta Gularte entre sus lonjas.
En lo que respecta a su obra, hay dos influencias fundamentales: “Figari fue la luz inicial que me iluminó un camino insospechado, empecé pintando con los candombes pero después se fue introduciendo en todos los aspectos. La obra de Figari me vinculó a la vida de los afrodescendientes, a la vida de los negros, de los conventillos y las comparsas”. El encuentro con su hija, en el que entablaron una charla y una cordial relación, le mostró toda la obra: “Me dije, si él lo pintó desde el recuerdo yo lo voy a pintar desde la realidad”.
Otro de sus grandes referentes fue Picasso, con el que buscó concretar ese encuentro con obstinación y audacia. “Uno idealiza los personajes. Tenía en esos momentos la fuerza e insistí, le regalé un cuadro y le llevé un libro, escrito por mí, La caja del Negro. Terminó de hojearlo y me dijo “¿Estas cosas se hacen en Montevideo?” Yo mientras solo podía pensar que este tipo estaba perdiendo su tiempo valioso mientras podía estar pintando uno de sus cuadros maravillosos”. Ese encuentro impulsó muchos emprendimientos a su regreso: “Provoqué el despertar de las cerámicas, vine con ese impulso. Fundamos un taller de artesanos en Montevideo”, recuerda satisfecho.
Su obra es extensa y variada. Pintó sobre el candombe uruguayo y el tango rioplatense, entre otros temas. El sol -un símbolo que adora- siempre ilumina sus pinturas. Además hizo grabados, dibujos, acuarelas, gofrados. Con su arte pudo dejar su marca en lugares insólitos: realizó 19 murales, pintó los aviones de Pluna, los patrulleros de Punta del Este y hasta el fondo de la piscina del hotel Conrad. Además escribió más de catorce libros e hizo películas como Batouk, que fue la encargada de clausurar el Festival de Cannes en 1967, donde por primera vez nuestra bandera flameó con orgullo nacional. “Antonioni ganaba con Blow Up, Andy Warhol estaba presente entre tantas personalidades por esos años. Después de ese período por África tan duro, esa experiencia en Cannes parecía increíble.”
La producción le pidió que pusiera carteles para promoción, pero apenas tenía para vestirse en tan lujoso evento. “Había catorce o quince paneles donde iban a poner los afiches de la película. Yo veía los afiches desnudos y no podía dejarlos así... y con papeles de embalar hice los 14 afiches y los pinté, y los pegué yo mismo”.
De esa época data su vínculo con Brigitte Bardot, el millonario Gunter Sachs y otras personalidades. Sus fotos históricas. Su memoria prodigiosa y la historia inagotable.
Soñando Soles
“Define el alma de su soñador, es un cuerpo que respira. La casa se llena de alegría de los niños, de los colegios, todo se transforma y eso me hace feliz. Gente de Nicaragua, Chile, y decenas de países que se nutren de la cordialidad humana de Casapueblo”. Según dice, la obra continuará y transcenderá su tiempo y su persona. “¿Qué será de Casapueblo cuando yo ya no esté? ¿Vendrán otros pintores? ¿Donde irá todo? A veces me obsesionan esas preguntas”. Pero enseguida las preguntas se disuelven entre la luz y sus obras, porque cree que nada es más complicado de comprender que la eternidad. Es que, indiscutiblemente, Casapueblo es Páez Vilaró.
En la década del cincuenta Páez arribó a Punta del Este para no dejarla más. Alternó sus viajes, pero su destino estaba enclavado en una punta salvaje y rocosa. La compra de Punta Ballena pasó a ser una obsesión para Vilaró. Construyó La Pionera, que fue su refugio y taller hasta 1960, cuando se abocó a transformar la construcción de madera en una gran escultura. Sin planos, sin proyecto y contra casi todos los códigos de la arquitectura, muchos lo tomaron como un loco. Utilizaba el trueque, recorría barracas de demolición, conseguía aberturas, artefactos sanitarios y ladrillos. La voz popular había logrado generar un flujo de visitantes que siempre dejaban su contribución para ver tan “extraño” proyecto realizado. Lo cierto es que nunca dejó de estar acompañado en su travesía, tampoco en su sueño. Cuenta su creador que fue bautizada por tres personas al mismo tiempo: “Era un día que estábamos azotados por vientos terribles, muy comunes aquí. Yo le quería llamar Simún, como el viento del desierto en Africa. Rafael Squirru, Fernando Demaría y yo, recordamos entonces que una amiga nuestra había hablado algo de un pueblo como una casa y ahí empezamos a rondar sobre esa idea. Así que fue un hallazgo compartido”.
En 1965, pocos meses después del bautizo de Casapueblo, Páez ganó el Primer Premio de la Bienal de San Pablo.
Casapueblo es una construcción blanca, muy blanca, y los pasajes entre las habitaciones son un laberinto en la montaña. Hay calles y plazas internas que rinden homenaje a Borges, a Vinicius de Moraes, a Rafael Squirru, a Piazzolla y a tantos amigos y personalidades que admiró. Dentro hay un museo y una galería de arte. Además, hace algunos años se le construyó un apart hotel llamado Hotel Casapueblo o Club Hotel Casapueblo, y tiene un restaurante llamado Las Terrazas que sigue el estilo de la construcción original y ofrece un delicioso menú internacional. Es visitada por miles de turistas anualmente, sin importar la época del año. Buses, camionetas, niños, artistas y pasajeros en tránsito disfrutan de su vista y de la cordial atención de sus habitantes. Quien haya vivido allí una tormenta, un atardecer o simplemente la haya recorrido blanca y serena una tarde de verano, sabe que Casapueblo es el resultado de la magia de un sueño.
Arriba, la cúpula absorbe toda la luz del planeta.

EL HOMBRE ESTÁ HECHO PARA AYUDAR Y PARA DARSE A LOS DEMÁS:

Páez continúa su charla: “El hombre está hecho para ayudar, para darse a los demás. El pintor está hecho para reflexionar”, y apunta una vez más a lo inalcanzable: “Me tiene obsesionado la idea de crear un arte para no videntes. Me gustaría que esa gente pudiera tener la forma de encontrar el color por medio de sensaciones táctiles, perfumes, música. Eso me preocupa, ocupa mis pensamientos”. Y el trabajo. “El mejor descanso mío, es el trabajo”, concluye este hombre quien ya tiene finalizada su próxima exposición para setiembre en Buenos Aires, con más de sesenta cuadros.
Agredecimientos: A Carlos Páez Vilaró, y a su hija Agó.
Fuente: Diego Fisher — Editorial Sudamericana - Hasta donde me lleve la vida. Carlos Páez Vilaró.

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