Fundamentalmente, las emociones destructivas (también denominadas "oscurecimientos" o factores mentales "aflictivos") impiden que la mente perciba la realidad tal cual es, es decir, establecen una distancia entre la apariencia y la realidad.
"El deseo o el apego excesivo, por ejemplo, no nos permiten advertir el equilibrio que existe entre las cualidades agradables (o positivas) y las desagradables (o negativas), de una persona o de un objeto, lo que irremediablemente nos abocará a considerarlo atractivo y, en consecuencia, a desearlo. La aversión, por su parte, nos ciega las cualidades positivas del objeto, haciendo que nos parezca exclusivamente negativo y deseando, en consecuencia, rechazarlo, destruirlo o evitarlo.
"Esos estados emocionales empañan nuestra capacidad de juicio, la capacidad de llevar a cabo una evaluación correcta de la naturaleza de las cosas. Por este motivo se denominan "oscurecimientos", puesto que ensombrecen el modo en que las cosas son y, a la postre, nos impiden llevar a cabo una valoración más profunda de su transitoriedad y de su falta de naturaleza intrínseca. Así es como la distorsión acaba afectando a todos los niveles de la existencia.
"De este modo, pues, las emociones oscurecedoras restringen nuestra libertad, puesto que encadenan nuestros procesos mentales de una forma que nos obliga a pensar, hablar y actuar de manera parcial. Las emociones constructivas, por su parte, se asientan en un razonamiento más acertado y promueven una valoración más exacta de la naturaleza de la percepción."
El Dalai Lama permanecía muy quieto, escuchando muy atentamente e interrumpiendo tan sólo de manera ocasional para pedir alguna que otra pequeña aclaración. Entretanto, los científicos, por su parte, no dejaban de tomar apuntes de esa disertación, que suponía la primera articulación budista del presente diálogo.
La distancia entre las aparíencias y la realidad
Entonces Matthieu emprendió una revisión global de la perspectiva budista sobre las emociones, para poner de manifiesto la diferencia esencial que existe con la visión occidental. Para ello, comenzó señalando que el criterio utilizado por el budismo para calificar de destructiva a una emoción no se limita al daño manifiesto que ocasione, sino también a otro tipo.
La cuestión del daño
Aunque el criterio originalmente expuesto por Alan para calificar las emociones destructivas tenía que ver con su naturaleza dañina, Matthieu matizó un poco rnás este punto:
"Hemos empezado definiendo las emociones destructivas como aquellas que resultan dañinas para uno mismo o para los demás. Pero las acciones no son buenas o malas en sí mismas, o porque alguien así lo decida. No existe tal cosa como el bien o el mal absolutos, sino que el bien y el mal sólo existen en función de la felicidad o el sufrimiento que nuestros pensamientos y acciones nos causan a nosotros o a los demás.
"También podemos diferenciar las emociones destructivas de las emociones constructivas atendiendo a la motivación que las inspira (como, por ejemplo, egocéntrica o altruista, malévola o benévola, etcétera,). Así pues, no sólo debemos tener en cuenta las emociones, sino también sus posibles consecuencias.
"Asimismo, es posible diferenciar las emociones constructivas de las destructivas examinando la relación que mantienen con sus respectivos antídotos. Consideremos, por ejemplo, el caso del odio y del amor. El primero podría ser definido como el deseo de dañar a los demás, o de destruir algo que les pertenece, o les es muy querido. La emoción opuesta es la que actúa como antídoto del deseo de hacer daño, en este caso, el amor altruista. Y decimos que sirve de antídoto directo contra la animadversión porque, aunque uno pueda alternar entre el amor y el odio, es imposible sentir, en el mismo momento, amor y odio hacia la misma persona o hacia el mismo objeto. Cuanto más cultivemos, por tanto, la amabilidad, la compasión y el altruismo –y cuanto más impregnen, en consecuencia, nuestra mente, más disminuirá, hasta llegar incluso a desaparecer, el deseo opuesto de inflingir algún tipo de daño.
"También hay que puntualizar que, cuando calificamos de negativa a una emoción, no queremos decir, con ello, que debamos rechazarla, sino que es negativa en el sentido de que redunda en una menor felicidad, bienestar y claridad y en una mayor distorsión de la realidad".
–Por lo que entiendo –preguntó entonces Alan, usted parece definr el odio como el deseo de dañar a alguien, o de destruir algo que esa persona aprecia. Anteriormente, Su Santidad se había referido a la posibilidad de experimentar compasión hacia uno mismo, de modo que me gustaría formular una pregunta paralela. ¿Es posible sentir odio hacia uno mismo? Porque su definición parece sugerir que éste sólo se produce con respecto a otras personas.
–Debe tener en cuenta –fue la sorprendente respuesta de Matthieu– que, cuando se habla del odio hacia uno mismo, el sentimiento central no es el odio. Tal vez usted esté molesto consigo mismo, pero quizás ésa no sea más que una forma de orgullo que alienta la sensación de frustración que acompaña al hecho de no hallarse a la altura de sus propias expectativas. Porque, lo cierto, en realidad, es que nadie puede odiarse a sí mismo.
–¿No existe, entonces, en el budismo –insistió Alan, nada parecido al odio hacia uno mismo?
–Parece que no –respondió Matthieu, reafirmando su postura– porque tal cosa iría en contra del deseo básico que albergan todos los seres de evitar el sufrimiento. Uno puede odiarse a sí mismo porque quiere ser mucho mejor de lo que es, o estar decepcionado consigo mismo por no haber podido lograr lo que quería, o impacientarse por tardar demasiado en conseguirlo. Pero, en cualquiera de los casos, el odio hacia uno mismo encierra una gran dosis de apego al propio ego. Hasta la persona que se suicida no lo hace porque se odie a sí misma, sino porque cree que, de ese modo, evitará un sufrimiento todavía mayor.
Pero ése, de hecho, no es un modo adecuado de escapar del sufrimiento –concluyó Matthieu, agregando una breve pincelada en torno a la visión budista del suicidio, porque la muerte no es sino una transición hacia otro estado de existencia. Mejor sería procurar evitar el sufrimiento aprestándonos a resolver el problema aquí y ahora, o, cuando tal cosa no sea posible, cambiando al menos nuestra actitud.
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