El budismo y la ciencia no son visiones contrapuestas del mundo, sino enfoques diferentes que apuntan hacia el mismo fin, la búsqueda de la verdad. La esencia de la práctica budista consiste en la investigación de la realidad, mientras que la ciencia, por su parte, dispone de sus propios métodos para llevar a cabo esa investigación. Tal vez, los propósitos de la ciencia difieran de los del budismo, pero ambos ensanchan nuestro conocimiento y amplían nuestra comprensión.
El diálogo entre la ciencia y el budismo es una interacción bidireccional, puesto que los budistas podemos servirnos de los descubrimientos realizados por la ciencia para esclarecer nuestra comprensión del mundo en el que vivimos, mientras que la ciencia, por su parte, también puede aprovecharse de algunas de las comprensiones proporcionadas por el budismo. Como demuestran los diversos encuentros organizados hasta el momento por el Mind and Life Institute, son muchos los ámbitos en los que el budismo puede contribuir al conocimiento científico.
En lo que se refiere al funcionamiento de la mente, por ejemplo, el budismo es una ciencia interna multisecular que posee un interés práctico para los investigadores de las ciencias cognitivas y de las neurociencias que puede ofrecer valiosas contribuciones para el estudio y comprensión de las emociones. No olvidemos que los debates celebrados hasta el momento han inspirado nuevas líneas de investigación a algunos de los científicos que han participado en ellos.
Pero el budismo, por su parte, también tiene cosas que aprender de la ciencia. Con cierta frecuencia he dicho que, si la ciencia demuestra hechos que contradicen la visión budista, deberíamos modificar ésta en consecuencia. No olvidemos que el budismo debe adoptar siempre la visión que más se ajuste a los hechos y que, si la investigación demuestra razonablemente una determinada hipótesis, no deberíamos perder tiempo tratando de refutarla. Pero es necesario establecer una clara distinción entre lo que la ciencia ha demostrado de manera fehaciente que no existe (en cuyo caso deberemos aceptarlo como inexistente) y lo que la ciencia no puede llegar a demostrar. No olvidemos que la conciencia misma nos proporciona un claro ejemplo en este sentido ya que, aunque todos los seres –incluidos los humanos– llevemos siglos experimentado la conciencia, todavía ignoramos qué es, cómo funciona y cuál es su verdadera naturaleza.
La ciencia ha acabado convirtiéndose en uno de los factores fundamentales del desarrollo humano y planetario del mundo moderno, y las innovaciones realizadas por la ciencia y la técnica han dado origen a un considerable progreso material. Pero, al igual que ocurría con las religiones del pasado, la ciencia no posee todas las respuestas. Por ello, la búsqueda del progreso material a expensas de la satisfacción proporcionada por el desarrollo interno acaba desterrando los valores éticos de nuestra vida. Y ésta es una situación que, considerada a largo plazo, genera infelicidad porque no deja lugar a la justicia y la honestidad en el corazón del ser humano, algo que comienza afectando a los más débiles y genera una gran desigualdad y el consiguiente resentimiento que acaba afectando negativamente a todo el mundo.
El extraordinario impacto de la ciencia en nuestra sociedad otorga a la religión y a la espiritualidad un papel privilegiado para recordarnos nuestra humanidad. Y, en ese sentido, será necesario compensar el progreso material y científico con la responsabilidad que dimana del desarrollo interno. Por este motivo, creo que el diálogo entre la religión y la ciencia puede resultar muy beneficioso para toda la humanidad.
El budismo tiene muchas cosas importantes que decirnos acerca de los problemas provocados por las emociones destructivas. Uno de los objetivos fundamentales de la práctica budista es el de reducir el poder de las emociones destructivas en nuestra vida. Para ello cuenta con un amplio abanico de comprensiones teóricas y de recursos prácticos. Si la ciencia puede llegar a demostrar que algunos de estos métodos son beneficiosos, habrá sobrados motivos para buscar el modo de tornarlos accesibles a todo el mundo, estén interesados en el budismo o no.
Ese tipo de corroboración científica fue uno de los resultados de nuestro encuentro. Estoy muy satisfecho de poder afirmar que el diálogo de Mind and Life presentado en este libro fue mucho más que una conjunción de voluntades entre el budismo y la ciencia. Los científicos han ido un paso más allá y han elaborado programas a fin de demostrar la utilidad de varias técnicas budistas para que todo el mundo aborde de un modo más adecuado las emociones destructivas.
Por todo ello, invito a los lectores de este libro a compartir nuestra indagación en las causas y la cura de las emociones destructivas y a reflexionar con nosotros en las muchas cuestiones que nos han parecido de interés. Espero que todo el mundo encuentre este diálogo entre la ciencia y el budismo tan apasionante como lo fue para mí.
28 de agosto de 2002
Una psicología budista de problemas más sutiles como, por ejemplo, el grado de distorsión que ejercen sobre nuestra percepción de la realidad.
"¿Cómo diferencia el budismo –prosiguió Matthieu las emociones constructivas de las emociones destructivas? Fundamentalmente, las emociones destructivas (también denominadas "oscurecimientos" o factores mentales "aflictivos") impiden que la mente perciba la realidad tal cual es, es decir, establecen una distancia entre la apariencia y la realidad.
"El deseo o el apego excesivo, por ejemplo, no nos permiten advertir el equilibrio que existe entre las cualidades agradables (o positivas) y las desagradables (o negativas), de una persona o de un objeto, lo que irremediablemente nos abocará a considerarlo atractivo y, en consecuencia, a desearlo. La aversión, por su parte, nos ciega las cualidades positivas del objeto, haciendo que nos parezca exclusivamente negativo y deseando, en consecuencia, rechazarlo, destruirlo o evitarlo.
"Esos estados emocionales empañan nuestra capacidad de juicio, la capacidad de llevar a cabo una evaluación correcta de la naturaleza de las cosas. Por este motivo se denominan "oscurecimientos", puesto que ensombrecen el modo en que las cosas son y, a la postre, nos impiden llevar a cabo una valoración más profunda de su transitoriedad y de su falta de naturaleza intrínseca. Así es como la distorsión acaba afectando a todos los niveles de la existencia.
"De este modo, pues, las emociones oscurecedoras restringen nuestra libertad, puesto que encadenan nuestros procesos mentales de una forma que nos obliga a pensar, hablar y actuar de manera parcial. Las emociones constructivas, por su parte, se asientan en un razonamiento más acertado y promueven una valoración más exacta de la naturaleza de la percepción."
El Dalai Lama permanecía muy quieto, escuchando muy atentamente e interrumpiendo tan sólo de manera ocasional para pedir alguna que otra pequeña aclaración. Entretanto, los científicos, por su parte, no dejaban de tomar apuntes de esa disertación, que suponía la primera articulación budista del presente diálogo.
La distancia entre las aparíencias y la realidad
Entonces Matthieu emprendió una revisión global de la perspectiva budista sobre las emociones, para poner de manifiesto la diferencia esencial que existe con la visión occidental. Para ello, comenzó señalando que el criterio utilizado por el budismo para calificar de destructiva a una emoción no se limita al daño manifiesto que ocasione, sino también a otro tipo.
LA CUESTIÓN DEL DAÑO:
Aunque el criterio originalmente expuesto por Alan para calificar las emociones destructivas tenía que ver con su naturaleza dañina, Matthieu matizó un poco rnás este punto:
"Hemos empezado definiendo las emociones destructivas como aquellas que resultan dañinas para uno mismo o para los demás. Pero las acciones no son buenas o malas en sí mismas, o porque alguien así lo decida. No existe tal cosa como el bien o el mal absolutos, sino que el bien y el mal sólo existen en función de la felicidad o el sufrimiento que nuestros pensamientos y acciones nos causan a nosotros o a los demás.
"También podemos diferenciar las emociones destructivas de las emociones constructivas atendiendo a la motivación que las inspira (como, por ejemplo, egocéntrica o altruista, malévola o benévola, etcétera,). Así pues, no sólo debemos tener en cuenta las emociones, sino también sus posibles consecuencias.
"Asimismo, es posible diferenciar las emociones constructivas de las destructivas examinando la relación que mantienen con sus respectivos antídotos. Consideremos, por ejemplo, el caso del odio y del amor. El primero podría ser definido como el deseo de dañar a los demás, o de destruir algo que les pertenece, o les es muy querido. La emoción opuesta es la que actúa como antídoto del deseo de hacer daño, en este caso, el amor altruista. Y decimos que sirve de antídoto directo contra la animadversión porque, aunque uno pueda alternar entre el amor y el odio, es imposible sentir, en el mismo momento, amor y odio hacia la misma persona o hacia el mismo objeto. Cuanto más cultivemos, por tanto, la amabilidad, la compasión y el altruismo –y cuanto más impregnen, en consecuencia, nuestra mente, más disminuirá, hasta llegar incluso a desaparecer, el deseo opuesto de inflingir algún tipo de daño.
"También hay que puntualizar que, cuando calificamos de negativa a una emoción, no queremos decir, con ello, que debamos rechazarla, sino que es negativa en el sentido de que redunda en una menor felicidad, bienestar y claridad y en una mayor distorsión de la realidad".
–Por lo que entiendo –preguntó entonces Alan, usted parece definr el odio como el deseo de dañar a alguien, o de destruir algo que esa persona aprecia. Anteriormente, Su Santidad se había referido a la posibilidad de experimentar compasión hacia uno mismo, de modo que me gustaría formular una pregunta paralela. ¿Es posible sentir odio hacia uno mismo? Porque su definición parece sugerir que éste sólo se produce con respecto a otras personas.
–Debe tener en cuenta –fue la sorprendente respuesta de Matthieu– que, cuando se habla del odio hacia uno mismo, el sentimiento central no es el odio. Tal vez usted esté molesto consigo mismo, pero quizás ésa no sea más que una forma de orgullo que alienta la sensación de frustración que acompaña al hecho de no hallarse a la altura de sus propias expectativas. Porque, lo cierto, en realidad, es que nadie puede odiarse a sí mismo.
–¿No existe, entonces, en el budismo –insistió Alan, nada parecido al odio hacia uno mismo?
–Parece que no –respondió Matthieu, reafirmando su postura– porque tal cosa iría en contra del deseo básico que albergan todos los seres de evitar el sufrimiento. Uno puede odiarse a sí mismo porque quiere ser mucho mejor de lo que es, o estar decepcionado consigo mismo por no haber podido lograr lo que quería, o impacientarse por tardar demasiado en conseguirlo. Pero, en cualquiera de los casos, el odio hacia uno mismo encierra una gran dosis de apego al propio ego. Hasta la persona que se suicida no lo hace porque se odie a sí misma, sino porque cree que, de ese modo, evitará un sufrimiento todavía mayor.
Pero ése, de hecho, no es un modo adecuado de escapar del sufrimiento –concluyó Matthieu, agregando una breve pincelada en torno a la visión budista del suicidio, porque la muerte no es sino una transición hacia otro estado de existencia. Mejor sería procurar evitar el sufrimiento aprestándonos a resolver el problema aquí y ahora, o, cuando tal cosa no sea posible, cambiando al menos nuestra actitud.
LAS OCHENTA Y CUATRO MIL EMOCIONES NEGATIVAS:
"También sentimos que ese "yo" es vulnerable y que debemos protegerlo y mimarlo. De ahí se derivan el rechazo y la atracción, es decir, la aversión a todo lo que pueda amenazar al "yo", y la atracción por lo que le complazca, le consuele y le haga sentirse seguro y feliz. De esas dos emociones básicas –la atracción y el rechazo se derivan todas las demás.
"Las escrituras budistas hablan de ochenta y cuatro mil tipos de emociones negativas. Y aunque no se las identifique detenidamente, la inmensa magnitud de esa cifra sólo refleja la complejidad de la mente y nos da a entender que los métodos para transformarla deben adaptarse a una gran diversidad de predisposiciones mentales. Es por ello que también se dice que existen ochenta y cuatro mil puertas de acceso al camino budista de la transformación interior. En cualquiera de los casos, sin embargo, esta multitud de emociones pueden resumirse en cinco emociones principales, el odio, el deseo, la ignorancia, el orgullo y la envidia.
"El odio es el deseo profundo de dañar a alguien o de destruir su felicidad y no tiene por qué expresarse necesariamente como un ataque de ira ni tampoco de manera permanente, sino que sólo aparece en presencia de las condiciones adecuadas que lo elicitan. Además, el odio está relacionado con muchas otras emociones, como el resentimiento, la enemistad, el desprecio, la aversión, etcétera.
"Su opuesto es el deseo, que también presenta numerosas ramificaciones, desde el deseo de placeres sensoriales o de algún objeto que queramos poseer, hasta el apego sutil a la noción de solidez del "yo" y de los fenómenos. En esencia, el deseo nos conduce a una modalidad falsa de aprehensión y nos induce a pensar, por ejemplo, que las cosas son permanentes y que la amistad, los seres humanos, el amor o las posesiones perdurarán para siempre, aunque resulta evidente que tal cosa no es así. Es por ello que el apego significa, en ocasiones, aferramiento al propio modo de percibir las cosas.
"Luego tenemos la ignorancia, es decir, la falta de discernimiento entre lo que debemos alcanzar o evitar para alcanzar la felicidad y escapar del sufrimiento. Aunque Occidente no suela considerar a la ignorancia como una emoción, se trata de un factor mental que impide la aprehensión lúcida y fiel de la realidad. En este sentido, puede ser considerada como un estado mental que oscurece la sabiduría o el conocimiento último y, en consecuencia, también se la considera como un factor aflictivo de la mente.
"El orgullo también puede presentarse de modos muy diversos como, por ejemplo, negarnos a reconocer las cualidades positivas de los demás, sentirnos superior a ellos o menospreciarles, envanecernos por los propios logros o valorar desproporcionadamente nuestras cualidades. A menudo, el orgullo va de la mano de la falta de reconocimiento de nuestros propios defectos.
"La envidia puede ser considerada como la incapacidad de disfrutar de la felicidad ajena. Uno nunca envidia el sufrimiento de los demás, pero sí su felicidad y sus cualidades positivas. Por este motivo, ésta es, desde la perspectiva budista, una emoción negativa puesto que, si nuestro objetivo fuera el de procurar el bienestar de los demás, su felicidad debería alegrarnos. ¿Por qué tendríamos, en tal caso, que sentir celos si parte de nuestro trabajo ya ha sido hecho y queda, por tanto, menos por hacer?"
LA ILUSIÓN DEL "YO":
"Todas las emociones básicas están íntimamente asociadas a la noción del "yo". Si imaginamos, por un momento, que nos acercamos a alguien y le decimos: "¿Sería usted tan amable de enfadarse?", todos estaremos de acuerdo en que es muy probable que nadie acepte la invitación, exceptuando tal vez a los actores consumados que sean capaces de imitar a voluntad el enfado durante un período de tiempo relativamente corto.
"Pero si, por el contrario, nos acercamos a alguien y le decimos: "Eres un sinvergüenza y un ser detestable", es muy probable que no tarde en enojarse. Esa diferencia se debe a que, en este caso, hemos apuntado directamente al "yo". De un modo u otro, todas las emociones parecen derivarse de la noción de "yo". Y de ello se sigue que, si queremos trabajar las emociones, deberemos investigar en profundidad esta noción. ¿Acaso resiste el menor análisis como entidad verdaderamente existente?
"El budismo posee un abordaje filosófico y práctico muy profundo para investigar lo ilusorio del "yo", el nombre que asignamos a una mera corriente o flujo que se halla en continua transformación. No podemos ubicar al "yo" en ningún lugar del cuerpo y tampoco podemos concluir que ocupe la totalidad de éste. Tal vez pensemos que el "yo" es la conciencia, pero no debemos olvidar que ésta también es un flujo en continua transformación. El pensamiento pasado ya se ha ido, y el futuro todavía no se ha presentado. ¿Cómo podría existir "yo" alguno a mitad de camino entre algo que ya se ha ido y algo que todavía no ha llegado?
"Y, puesto que el yo no puede ser identificado con la mente ni con el cuerpo ni con ambos conjuntamente ni tampoco como algo distinto de ellos, es evidente que no existe nada que pueda justificar la conclusión de que exista un "yo" que no es, en suma, más que el nombre que asignamos a un flujo, como llamamos a un río Ganges o Mississippi. Eso es todo.
"Pero, cuando nos aferramos a ese nombre, cuando pensamos que existe un bote en el río y consideramos la noción del "yo" como algo realmente existente que deba ser protegido y complacido, aparecen la atracción y la repulsión y, con ellas, todos los problemas, las cinco emociones aflictivas, las veinte secundarias... y, a la postre, las ochenta y cuatro mil emociones."
Los tres niveles de la conciencia
"La siguiente pregunta que tendremos que hacernos es: "¿Son estas emociones negativas inherentes a la naturaleza básica de la mente?". Para responder a esta pregunta, deberemos diferenciar muy claramente los tres niveles diferentes de conciencia de los que habla el budismo (burdo, sutil y muy sutil).
"En el nivel burdo de conciencia –que se corresponde con el funcionamiento del cerebro y con la interacción entre el cuerpo y el entorno tenemos toda clase de emociones. El nivel sutil, por su parte –que se corresponde con la noción del "yo" y con la facultad introspectiva con la que la mente examina su propia naturaleza, se refiere también a la corriente mental que encierra las tendencias y las pautas habituales.
"El nivel muy sutil constituye el aspecto más fundamental de la conciencia, la facultad cognitiva misma, la conciencia o cognición pura sin objeto particular en el que concentrarse. Se trata, obviamente, de un nivel de la conciencia que suele pasar inadvertido a menos que nos sometamos a un entrenamiento contemplativo.
"Cuando hablamos de distintos niveles de conciencia, no estamos hablando de tres corrientes que discurran paralelamente, sino, más bien, de un océano que posee diferentes niveles de profundidad. En este sentido, las emociones tienen que ver con los niveles burdo y sutil, pero no afectan al nivel más sutil, y pueden compararse a las olas en la superficie del océano, mientras que la naturaleza fundamental de la mente, por su parte, se hallaría representada por la profundidad del océano.
"En ocasiones, el nivel muy sutil se denomina "luminoso", aunque hay que señalar que, con ello, no quiere decirse que emita algún tipo de luz. El adjetivo luminoso se refiere simplemente a la facultad básica de cobrar conciencia, sin teñido alguno de conceptos o emociones. Cuando esta conciencia básica –a la que a veces se llama "naturaleza última de la mente"–se actualiza de manera plena y directa, sin velo de ningún tipo, también se la considera la naturaleza de la budeidad."
A lo largo de toda la disertación de Matthieu, el Dalai Lama había estado escuchando con gran atención, asintiendo levemente de vez en cuando. Ése era un territorio que le resultaba familiar, y no interrumpió para solicitar aclaración ni explicación adicional alguna.
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