Fotografía tomada por Fanny Clavijo |
En el sitio exacto de Nueva York en que hoy se abre un hueco de horror, cargado de escombros, cadáveres y angustia, se alzaban, hasta el martes 11 de setiembre por la mañana, las Twin Towers, las torres gemelas, un gigantesco centro comercial cuyo nombre oficial era World Trade Center.
Sus 110 pisos tenían vocación de cielos abiertos, y en las tardes brumosas del invierno se adornaban con una densa y gris cabellera de nubes que variaban de forma con la misma frecuencia con la que las mujeres coquetas cambian de peinado.
Y a través de sus ojos, que los tenían, era visible la inmensa colmena, en su espectacularidad y su grandeza, en su cromatismo y su poliformidad. La contracara —violencia, pobreza— quedaba cuidadosamente difuminada por la altura, el lujo y el movimiento.
Manuel Mujica Lainez hizo que una casa decimonónica de Buenos Aires, que pasó de mansión a conventillo, rememorase su existencia en un monólogo pergeñado la noche anterior a su demolición.
Las soberbias torres neoyorquinas, nacidas en 1970 con aspiraciones de perennidad, no tuvieron esa suerte. Fallecieron de muerte violenta, víctimas del más estúpido, cruel e irracional de los actos de terrorismo que la historia es capaz de registrar. Cayeron con su cabellera de nubes sustituida por la negra humareda de la gasolina, los escombros y la vergüenza, como si hubieran encanecido al revés. Cayeron sin agonía y sin grandeza, derrumbadas casi por implosión, como el gigante Anteo cuando Hércules separó sus pies de Gea, la madre tierra que le daba fuerza. Pero tal vez llegaron, en ese postrero y definitivo instante de caos, dolor y fuego, a pedir por su vida y la de las 55 mil personas que las visitaban diariamente. Acaso, en el idioma silencioso de los minerales, gritaron, como Dreyfuss, su desesperación de inocentes mal condenados, acaso se avergonzaron de haber cumplido tan mal su función de albergue indestructible, acaso llegaron a lamentarse de su destino.
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