27/6/16
Los ingleses han mostrado también los peligros de las prácticas populistas alimentadas en los prejuicios, la intolerancia y los resentimientos sociales - John Carlin
Los ingleses nos han demostrado una vez más... que la política no es, o no debería
ser, un juego frívolo
“Nunca tantos debieron tanto a
tan pocos”, dijo Churchill sobre el sacrificio de los aviadores de la RAF en la
segunda guerra mundial. Podemos decir lo mismo hoy del sacrificio que ha hecho
Reino Unido por la humanidad.
El consenso casi total en el mundo es que al votar en el referéndum del
jueves a favor de la salida de la UE los británicos (o, mejor dicho, los ingleses)
cometieron un error incomprensible, demencial y de épicas proporciones. Tras
conocerse el resultado, las caras pálidas, los tonos de voz entrecortados e
incluso las palabras asombrosamente sobrias —no victoriosas— de los dirigentes
conservadores de la campaña por el Brexit dieron la
impresión de que se habían despertado la mañana después de una noche de alcohol
y desenfreno preguntándose: “¡Dios mío! ¿Qué hemos hecho?”.
Malo esto para Reino Unido, pero bueno para todos los demás. Los británicos
se encuentran de repente en una crisis económica y política sin precedentes,
tan gratuita como innecesaria, y de la que solo se pueden culpar ellos mismos.
Como consecuencia, la democracia parlamentaria más antigua ha dado al mundo una
lección de un incalculable valor, una lección en cómo no se deben hacer las
cosas en un país que aspira a la cordura y la prosperidad.
Lo que nos ha demostrado Reino Unido es que la política no es, o no
debería ser, un juego frívolo; que los líderes demagogos que para alimentar su
vanidad y sus ansias de poder alientan la noción de que la sabiduría de las
masas es la máxima virtud de la democracia deben ser escuchados con cautela;
que las decisiones de Estado son todas debatibles pero exigen que aquellos que
las tomen posean un mínimo de responsabilidad cívica y un mínimo conocimiento
de cómo funciona el Estado; que cuando los políticos que gobiernan o aspiran a
gobernar opinan por ejemplo sobre la economía, sepan de lo que hablen, o al
menos sepan más que el grueso de la población.
En resumen, los que tienen en sus manos el poder de influir en las vidas
de millones y millones de personas deben ser expertos.
Los expertos fueron precisamente aquellos cuyos argumentos fueron
rechazados por la mayoría británica que optó por seguir las seductoras melodías
de los flautistas del Brexit, conduciéndolos, como el de Hamelín, a las cuevas del infierno.
El momento más revelador de la campaña del Brexit fue cuando
una de sus principales figuras, Michael Gove, declaró: “La gente de este país
está harta de los expertos”.
Gove, que fue ministro de educación durante cuatro años en el gobierno
de David Cameron, estaba respondiendo a las advertencias del Banco de
Inglaterra, de los jefes de los sindicatos obreros, de los principales
empresarios británicos, de Barack Obama y de prácticamente toda la gente
informada y pensante del mundo que se expresó en contra de votar por la salida
británica de la UE. Escuchen a sus corazones y a sus juicios, les decía Gove a
los votantes, gente que en su gran mayoría, como la gente en todo el mundo, se
interesa mucho más por el futbol, o por las telenovelas, o por los concursos de
talento, o por las historias de las vidas íntimas de los famosos o, por
supuesto, por sus familias y sus trabajos que por la política, un deporte
minoritario vaya uno donde vaya. Esto, que tanto les cuesta aceptar a los
ideólogos profesionales, no es ni bueno ni malo. Es lo que es, y lo que hay.
Y es el motivo por el cual el primer ministro Cameron pecó de una
irresponsabilidad histórica y de una idiotez monumental al encomendar la
decisión sobre el complejísimo tema, entendido por una ínfima fracción de la
población, de si salir o permanecer en la UE era bueno o malo. Si hubiera sido
fiel al principio de la democracia representativa, que los propios británicos
patentaron en el siglo XVIII, hubiera dejado la decisión en las manos de los
electos relativamente expertos diputados parlamentarios, más de tres cuartos de
los cuales estaban a favor de la permanencia y ahora se encuentran en la
surrealista tesitura de tener que obedecer el veredicto de las masas y
solicitar formalmente a Bruselas la salida.
Dicen muchos de los comentaristas de élite que escriben para las élites
que el Brexit es el
síntoma más alarmante hasta la fecha de un fenómeno global contemporáneo
“antiélites”. Se ha vuelto un tópico esto, repetido (por un columnista élite
del New York Times, por ejemplo, el viernes) hasta el aburrimiento. Así
explican día tras día en Estados Unidos y en Europa y en todas partes el
ascenso de Donald Trump, primo hermano de los brexiters.
Si tantos lo dicen algo de verdad debe tener, se supone, pero existe una
explicación más sencilla de estos fenómenos, una a la que las élites opinadoras
quizá se resistan por temor a ser tachadas de elitistas: que en cuestiones
políticas y económicas nacionales la gente es fácilmente manipulable por los
que tienen la cínica astucia de apelar a sus prejuicios y sus sentimientos más
viscerales o tribales como, en el caso de los ingleses, el ancestral desdén y
desconfianza que les inculcan desde la infancia hacia los deshumanizados
“extranjeros”.
¿Por qué los londinenses y los escoceses, a excepción de casi todo el
resto de Reino Unido, escucharon a los expertos, desoyeron a los populistas y
votaron abrumadoramente a favor de la permanencia en Europa? Fácil.
Porque los
londinenses habitan en la ciudad más cosmopolita del mundo, conviven y trabajan
con extranjeros todos los días y ven no solo que aportan mucho a la ciudad en
lo económico y en lo social sino que son tan reconociblemente humanos como
ellos mismos.
En el caso de los escoceses, que han recibido enormes cantidades
de inmigrantes en su tierra en los últimos años y que cuando son pobres son
igual de pobres que los ingleses, hay una doble explicación. Una, que no se les
adoctrina con sentimientos xenófobos desde una temprana edad, sino más bien
todo lo contrario; y que el sistema de educación estatal en Escocia es, como el
ex-ministro Michael Gove bien sabe, muy superior al inglés.
Los escoceses poseen
en mayor abundancia que los ingleses las facultades mentales necesarias para
saber distinguir entre los predicadores farsantes y los sinceros, entre las
políticas que les convienen y las que no.
La saludable lección que el resto del mundo debe aprender del disparate
en el que han caído los ingleses, entonces, es estar más alerta que nunca.. al
populismo barato de aquellos que pretenden llegar al poder apelando a sus
prejuicios y resentimientos. Con suerte, el resultado del referéndum británico,
y las consecuencias desastrosas que arrastrará, hará más difícil que los
votantes estadounidenses sucumban al flautista Trump, o los franceses a Marine
Le Pen, del mismo modo que el apocalíptico fracaso del también disparatado
proyecto chavista en Venezuela con suerte servirá de advertencia a los demás
países de América Latina.
Si el mundo no aprende de estas lecciones quizá llegue el día en el que
tengamos que replantearnos la idea de que la democracia es el sistema político
menos malo que ha inventado la humanidad.
John Carlin - El País de Madrid - 27 de junio de 2016
Etiquetas:
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