Mostrando entradas con la etiqueta poesía. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta poesía. Mostrar todas las entradas

11/11/11

AUTOBIOGRAFÍA LIRICA DE JUANA DE IBARBURÚ: Los años de añoranza, angustia y melancolía y luego el renacer - Por Juana de América (Parte II)

LA ETERNA MELANCOLIA, LA ANGUSTIA, LA DESESPERANZA Y EL RENACER A LA VIDA:
Leer la primera parte del discurso de Juana de Ibarbourou en:
http://drgeorgeyr.blogspot.com/2011/11/existe-el-paraiso-terrenal-juan-de.html
Y ahí empieza la eterna melancolía.
La adaptación como he dicho se hizo inevitable, pero lo más oscuro y secreto de las fuerzas de la sangre, la añoranza ya sin motivo concreto sigue nublándome el sol interior. Son cosas de la vida, el olor a las naranjas de Cerro Largo, dulces redondas y doradas que no puede ser abolido por el de las esencias más caras de Francia.
Ese período de mi vida que abarca mis tres libros primigenios los viví con los míos en la Villa de la Unión haciendo a la par versos y flores ratifícales, ocasional “modus vivendi” que me ha dejado un tierno recuerdo de lucha en común con los míos y el orgullo de saber defender victoriosamente mi casa y mi familia en la borrasca.
Nunca he dejado de hacer versos, casi diariamente, aunque muchos poemas guardados solo en la memoria, muy fiel pero tal vez excesivamente recargada, se me fueron perdiendo, borrándose de entre los casilleros naturales y de los maravillosos depósitos intangibles. Es mi costumbre, lo que se llamaría “la producción poética oral”.
Sale solo el primer verso y como me contara Ginar Ayadasa que es tierna costumbre del pueblo indio en la pena, voy redondeando el poema de la misma manera, en un repetir sin descanso, hasta que está entero, acabado ya. Después es el repetirlo para mí misma, hasta la perfecta grabación íntima. Generalmente no lo paso al papel, sino cuando llega una oportunidad.
Así fue con las “Lenguas de diamante”, así con “Raíz salvaje”, así con todos hasta ahora.
Esta costumbre da como el tierno cuidado constante del hijo, un amor a lo que se crea que, independiente de toda vanidad tonta, por encima de todo narcisismo, es un verdadero sentimiento de maternidad y de creación unido indisolublemente a nuestros centros vitales.
Con un propósito docente vino luego también Radioteatro, y entretanto se iba haciendo “Perdida”, el contenido lírico de un volumen hecho a pura amistad generosa por Gonzalo Losada en 1950. Ya habían naufragado el valor juvenil, el ímpetu, la esperanza.
"Perdida" despertó el sentido batallador de la crítica Nacional. Para unos (afortunadamente los más), "Perdida" es un libro de angustia y desesperanza que en nada desmerece de los que recibieron mayores alabanzas, para otros es un poemario de decadencia, sin fuerza vital que en cierto sentido es bello y desesperadamente heroico. Se me ha preguntado muchas veces el significado del título “Perdida”, que escandalizó ruidosamente a una buena periodista antillana, creyendo que era una paladina declaración de mal camino confesado.
Esta es una oportunidad para aclarar la elección de la discutida pequeña palabra que cobija ese puñado de poemas. Perdida era el nombre que D'Annunzio le daba a Eleonora Duse y a mí me gustó mucho en aquel momento, su secreta desolación, su renunciamiento, su invalidez. Se ajustaba maravillosamente a mi estado de Espíritu en aquella época. Todo lo mío se iba barranca abajo, como por un tobogán trágico y yo no veía ningún camino que pudiera conducirme a la salvación y la paz.
Me encontraba como extraviada en una selva impenetrable, no alcanzaba a percibir una luz en la tierra, ni una estrella en mi cielo. En ese estado de dolorosa desorientación, unido a la dulce historia de D'Annunzio, salió el título de mi libro, el poema con que se inicia “Tiempo” es su primer testimonio. Otro “el grito” lo confirma más adelante.
Hubo un paréntesis dramático de mala salud y el duelo sin fin con la muerte de mi madre que yo adoraba. El soneto que voy a leer, escrito ya en la hora de la resurrección, después de una época de muy mala salud, reasume todo antiguo dolor y la nueva esperanza, se titula:
REGRESO:
- He de tener mis sauces, mis mastines
- Mis rosas y jacintos como antes.

- Han de volver mis duendes caminantes
- Y mi marina flota de delfines
- Retornarán los claros serafines
- Mis circos con enanos y elefantes
- Mis mañanas de abril, alucinantes
- En mi caballo de alisadas crines
- He de beber la vida hasta en la piedra
- Y hasta el menguado zumo de la hiedra
- Y en sal de la lágrima furtiva,
- Porque regreso de la muerte y tengo
- El terror del vacío de que vengo
- Y la embriaguez hambrienta de estar viva.

Biografía de Juana de Ibarbourou (Diego Fischer) y autobiografía lírica (Parte I)



Diego Fischer publica la primer biografía de Juana de Ibarbourou (1892-1979), la mayor poeta uruguaya que fue ignorada por sus compañeros de generación, quienes la veían como la escritora del gobierno de turno. En ella se revela el infierno de una mujer marcada por el talento y la belleza, pero desgarrada por la violencia doméstica, la adicción a la morfina, penurias económicas y un amor prohibido casi en el crepúsculo de su vida.
"Juana de América", como se la conoció a partir de la distinción creada para ella en 1929 (uando aún no cumplía los 40 años), integró con la argentina Alfonsina Storni y la chilena Gabriela Mistral una tríada femenina de escritoras notables del Cono Sur durante la primera mitad del siglo pasado.
Pero fue la uruguaya quien mejor combinó belleza con un talento que, aunque desdeñado por sus compatriotas de la Generación del 45, integrada por los escritores Juan Carlos Onetti y Mario Benedetti, fue aclamada por poetas de la talla de los españoles Miguel de Unamuno, Juan Ramón Jiménez y Federico García Lorca.
Basado en cartas de la escritora, testimonios y documentos, el libro es la travesía amarga de una mujer que, superadas las delicias de la fama y de una belleza que marcó época, vivió atormentada, "cautiva" de su hijo Julio César y enamorada sin futuro, pero correspondida, a los 60 años de un médico argentino de 40 -Eduardo De Robertis- con quien venció un tiempo su dependencia a la morfina.
Juana de Ibarbourou fue "ignorada por la intelectualidad del Uruguay, la llamada Generación del 45 que integraron Onetti, Benedetti y Angel Rama entre otros " porque "le atribuyeron el mote de ser la poeta del gobierno de turno", cosa que es "absolutamente falsa", dice Fischer a la hora de explicar la ausencia de biografías de la mayor poeta del país.
Juana padeció serias penurias económicas buena parte de su vida -llegó a vender su Biblioteca personal de más de 4 mil volúmenes- y aunque cortó amarras con el mundo exterior en 1976 la alcanzó el galardón "Protector de los Pueblos Libres José Artigas" que le otorgó la dictadura uruguaya (1973-85), premio que luego recibieron los dictadores argentino Jorge Rafael Videla y el chileno Augusto Pinochet.
"La condecoración fue infamante" y Juana la aceptó "presionada por su hijo", una "figura nefasta, con dimensiones de novela medieval", afirmó Fischer sobre Julio César Ibarbourou, quien, según sostiene el libro, llegó a agredir físicamente a su madre, como alguna vez había hecho su marido, Lucas de Ibarbourou.
El "muchachón sin alegría", como lo definió su madre, fue también responsable -sostiene Fischer- de que el anuncio de la muerte de Juana, posiblemente entre el 12 y 14 de julio de 1979, recién se anunciara oficialmente el 15 de julio porque éste había comprometido la "primicia" con un diario de la época.
"Lo que más impresiona es cómo en ese infierno, en ese calvario que vivió fue capaz de crear belleza", afirmó Fischer, cuya biografía se lanzó a menos de un año del trigésimo aniversario de la muerte de Ibarbourou, 70 de la proclamación de "Juana de América" y medio siglo del Premio Nacional de Literatura.



“Juana de Abarbourou” (Juana de América) nos habla de su vida y de su obra – Museo de la palabra del Sodre –
Texto de la autobiografía realizada por Juana de Ibarbourou en el Paraninfo de la Universidad en década de los 60, frente a destacadas glorias de la poesía latinoamericana (Alfonsina Storni y Gabriela Mistral entre otras).
JUANA DE IBARBOUROU: Siempre, respecto al artista hay una curiosidad general sobre los detalles de sus comienzos: ¿significan éstos algo en la obra realizada?, ¿se trata de una simple curiosidad o de una útil investigación estadística?, ¿estos datos servirán en el porvenir para mejorar a esa especie sagrada y absurda (los poetas), que la mayor parte de las veces vive a contramano y que realiza la belleza como una misión impuesta por el destino, más que por una autodisciplina de las propias cualidades, y del misterio de la vocación con que ha nacido?.
Por mí misma, se cuánto interesa a la gente desde la más simple e ingenua hasta esa que gasta una arruga en el entrecejo, el proceso de los comienzos poéticos. Las preguntas con casi unánimemente las mismas:
- ¿cuándo empezó Ud a hacer versos?
- - ¿qué sintió, que hizo, como fue recibido por los que conocieron su primer poema?
Se ha logrado que yo mismo llegase a interesarme por ese principio confuso, por ese génesis sin historiadores, puesto que, muerta mi madre, (que tenía una candorosa adoración por mis versos), nadie podrá ayudarme a reconstruir el balbuceo inicial, a saber,
¿Cómo fueron los primeros pasos vacilantes, sin alguien que me llevase de la mano, sin el más elemental conocimiento de la poética y casi ni del idioma.
Estoy creyéndome que la iniciación del poeta nato es algo así como la de un payador, vale decir como la de un juglar o un trovero. Se estremecerán los males de los grandes del verso ante estas definiciones de tanta humildad, y sobre las que el poeta culto acumula sonriente desprecio. Recuerdo como me sabía de memoria las décimas populares, sin autor conocido, como las del romancero anónimo, de mi revolucionario Cerro Largo natal. Y como yo procuraba imitarlas sintiendo por una extraña e indefinible intuición infantil, que a las mías les falta algo, que ahora sé que era, aquel aliento bélico, aquella pasión partidista que tanto los blancos como los colorados (partidos políticos fundadores del Uruguay), sabían poner en las palabras mágicas.
La Virgen cristiana, inspiración de todos los poetas clásicos castellanos, fue también mi inspiradora primera. Yo tenía unos 14 años cuando hice mi primer soneto. No supe que era un soneto hasta algún tiempo después, cuando Luis Onetti Lima de permanente memoria me lo hizo reproducir en Atlántida Constancio Vigil (editorial), tal vez fundada hacía muy pocos años. La palabra soneto tuvo para mí un misterioso prestigio, no atinaba a encontrarla en su develamiento, en mi casa n había diccionarios, no se diluía en el aire ese gas celestial de los términos poéticos que luego encontré en un campillo que había heredado de mi hermana, la dulce protagonista de la hermana y el monstruo en “Chico Carlo”, un libro que yo gusté y amé embriagadoramente. No podría decir de donde extraje algunos sustantivos tan castizos como “alquería” y algunos adjetivos tan recónditos como “glauco”. Acaso nace con uno, o viene con uno una secreta adivinación o conocimiento del idioma que ha de ser por divino mandamiento su elemento constructivo.
Es sorprendente como se va enriqueciendo el vocabulario de una criatura que apenas ha cursado las clases primarias, en un lugar entonces muy alejado de los grandes centros de cultura (Ciudad de Melo distante 387 Km de Montevideo), que no frecuenta sino las pueblerinas tertulias de su madre, que han de dar un material folklórico y de medio ambiente, que luego no ha de utilizar sino como anécdota, mientras que lo que le es propio y vital, le llega de un modo absolutamente misterioso y sin fecha determinada.
Tengo que dejar en la nebulosa los primeros recuerdos de mi inspiración poética, todo lo anterior a ese inicial soneto cuyo título es “el cordero”. Habiendo vivido mucho en el campo, los elementos fundamentales de la breve y candorosa composición no puede ser más auténticos, en cambio en el léxico se filtraron palabras verdaderamente difíciles, aunque pertenezcan al castellano.
¿cómo las atrapé para mi enriquecimiento verbal?, ni yo misma sé decirlo, no puedo decirlo; aparecen ahí bien puestas, sustituyendo con ventaja armoniosa, “alquería” a la clásica “chacra rioplatense”, más aún uruguaya. Y tanto repetí oralmente mi soneto, que me quedó grabado en la memoria para siempre. Como soneto, aparte de su humildad tan patentemente juvenil, tiene una realidad absoluta. Es un soneto tal como Boscan los trajo de Italia. Tal como el Marqués de Santillana, lo incorporó a nuestra poética en los albores del Renacimiento. Tal como luego Cervantes y Lope de Vega lo legaron en piezas inmortales a nuestra lengua.
Un soneto con todas las de la ley, sin conocer sus leyes, un soneto por esa parte de prodigio que en mil cosas pone sus destellos en la vida de los hombres exactamente para quebrar su cruda vanidad: “yo lo sé”, “yo lo hice”, “yo lo he creado”; ¡¿Y Dios?!, pues señores, Dios sonríe entre sus blancas barbazas de buen padre, pues quién creó el soneto, el endecasílabo, y la lira y la octava real fue él. Y él es quién elige en cada generación de seres petulantes, a los que han de pasar por sus grandes poetas, y aún aquellos que posan de satánicos, y los que pretenden competir con la voz de los volcanes, y los disimulados de vocecitas de grillo y los que a él le cantan y los que por sí lloran. Instrumentos auténticos, arpas y cítaras del gran tañedor, porque pese a todos los defectos de la sonora arcilla humana, no fallan en su misión, el del oficio, el destino, el resplandor.
Así fueron pasando los años de la niñez y la adolescencia, los de los triunfos escolares en las mejores composiciones de la clase, y los primeros poemas publicados en el “deber cívico” de Melo. Debo a su director don Cándido Monegal, esa hospitalidad lírica que colma de orgullo al autor nobel y a Casiano, su hijo Cacho (tan querido por todo nuestro pueblo), gran poeta que malogró la bohemia, un apoyo, un aliento, que quizá decidieron mi porvenir. Años radiantes simples y rápidos, aún sin ambición ni premoniciones de felicidad y amor.
Me casé muy joven y muy joven recibí también la dicha del hijo que sigue siendo lo más grande, mejor y único mío que tengo sobre la tierra. Mi marido era militar, años deambular de una guarnición a otra, de pequeños pueblos a pequeñas ciudades, una de las cuales Rivera me ha quedado en el corazón. Paz cuadernos y cuadernos de versos, y Las lenguas de diamante en potencia, pues casi todos los poemas que formaron luego ese volumen primigenio, estaban en esas hojas de irreparable aire escolar.
La adaptación fue haciéndose densa y dolorosa en Montevideo. Un día vi en el diario La Razón, una página literaria que empezaba a aparecer semanalmente (novedad en la prensa metropolitana), y allá me fui una tarde con mis cuadernos de versos y el milagro se hizo rápido y al parecer simple como todos los milagros. Fue un fogonazo, una página entera bajo un seudónimo candoroso y ridículo de perfume francés “Jane de Ibar”. La amparó Vicente Salaberry y ahí empezó mi destino lírico ascendente, vertiginoso, sin que yo pudiera explicarme nunca, (hasta ahora), los triunfales acontecimientos sucesivos.
He sido feliz, en la juventud tuve esa claridad dulce y erizada en la mañana. Mi dicha ha sido la familia, tan independiente del éxito cuando me he ido quedando sola con el hijo, cuando por mi linda y cuidada casa fueron pasando los vendavales trágicos que se llevaron los seres que me daban la pacífica alegría cotidiana, padre, madre adoradísima, el marido que fue tan buen compañero.
Desde entonces, ya no sé lo que es la alegría completa. Para una mujer el éxito artístico no es la felicidad íntima. Como un diamante fastuoso no puede suplir el sagrado pan doméstico. Doy gracias a Dios, por lo que su magnificencia me ha otorgado, pero puesto en los platillos de una balanza, a peso con lo que he ido perdiendo, no lo hubiera elegido. No es disconformidad, ni soberbia, sino sencillo y profundo amor.
Quiero mi oficio y mi poesía y lo sigo sirviendo apasionadamente desde hace muchos años.
En 1919 la Editorial Buenos Aires vió mi libro Las lenguas de diamante, sigo fiel a esa servidumbre del verso y ya puedo juzgar mis primeras producciones con la serenidad con que se miran las cosas y acontecimientos que van adquiriendo perspectiva y lejanía.
Recuerdo que el escritor Manuel Galvez, mi primer editor y prologuista, comentaba riendo el empeño con que yo defendía cada signo y puntuación, cada palabra de ese libro que secretamente me parecía perfecto. El ya tenía mucho renombre y además de su gran cultura, pero la pequeña muchacha a quién se le hacía el honor de editarle de buenas a primeras un libro del que no pagaba ni siquiera el papel, n permitió que se le cambiase ni enmendara la más ínfima palabra.
El tiempo me ha dado mesura y humildad y ahora soporto muy bien cualquier crítica si me parece justa y bien intencionada. Para las que no tienen esas dos condiciones, he aprendido también el olvido sin rencores. Jamás he salido de mi palestra a defender mi obra, y no es que no la quiera, libro a libro, como se ama a los hijos, sino que he ido aprendiendo la tolerante y melancólica sabiduría de la vida, una vida (en poesía), más longeva de lo que yo mismo deseara. El tiempo es el gran discriminador, el gran aclarador, a través de él todo ocupa su posición justa y adquiere sin pasión buena o mala sus verdaderas líneas.
Las lenguas de diamante fueron una verdadera llamarada, el éxito llegó, el halago y la amistad me venían de cerca y de lejos, en una atmósfera de encantamiento. Gracias a Dios no me envanecí nunca, tengo la buena sangre de mi madre y ella me formó a su semejanza, simple y directa como era ella misma. Nunca tuve propensión a embriagarme con la buena suerte, abroquelada por la inmensa y verdadera coraza del amor familiar y la fe religiosa, se que sobre la Tierra, nada vale más que eso, y que ahí está el “paraíso terrenal” que se cree perdido.

http://books.google.com.uy/books?id=eSQ7jTt1VwQC&pg=PA8&lpg=PA8&dq=La+palabra+soneto+tuvo+para+m%C3%AD+un+misterioso+prestigio&source=bl&ots=CfRVYsy8n0&sig=gN65xeHmZPpTvoUCWfaQ4hbDLDk&hl=es&ei=XRe9TrDfIuLz0gHFk4HvBA&sa=X&oi=book_result&ct=result&resnum=2&ved=0CCIQ6AEwAQ#v=onepage&q=La%20palabra%20soneto%20tuvo%20para%20m%C3%AD%20un%20misterioso%20prestigio&f=false

6/2/09

EL SERMON DE LA PAZ - JUAN ZORRILLA DE SAN MARTIN

“EL SERMON DE LA PAZ” del POETA DE LA PATRIA: JUAN ZORRILLA DE SAN MARTÍN - MONTEVIDEO 1924-
CAPÍTULO 1: EL ALMA DE LAS COSAS

Llevaron a Bernardino de Saint Pierre el autor de “Pablo y Virginia“ siendo niño, del campo en que se había criado, a la ciudad, por la primera vez. Cuando estuvo junto a las torres de la iglesia, lo vieron mirar hacia arriba embelesado.
¡Cómo vuelan!, oyeron que decía...
No eran las torres, aunque alguien pudiera creerlo, lo que volaba y llamaba su atención; eran las golondrinas que, en torno de las veletas, daban vueltas en el aire, o se posaban, una al lado de otra, en las altísimas cornisas. El niño campesino no veía en las torres otra cosa que un nuevo elemento de relación, para apreciar la belleza y la alegría de los pájaros, sus amigos, sus recuerdos. No es otro el objeto, si bien se mira, y si alguno tienen, de las bellas cosas visibles que no nos despiertan sensuales apetitos; el conducirnos al goce de las invisibles que alimentan de vuelos el alma humana. Esta, a diferencia de la del bruto con sus cinco sentidos corporales, cuenta con una especie de sexto sentido, el estético, la vista de lo recóndito, el oído de lo inaudito, por cuyo mayor o menor desarrollo se mide, me parece, el grado de perfección de un organismo inteligente. Ese sentido se encuentra, no muy desarrollado, pero sí muy puro, en el niño, porque ciertos deseos no han despertado en él. La persistencia de la niñez en la vida es el poeta, el artista, cuyas obras tienen por objeto el darlo a aquella nobilísima facultad; despertarla si está latente, estimularla o desarrollarla si ha aparecido. Ella es lo intermedio entro lo solo espiritual y lo solo material; vigoriza, aun en el orden sensible, la diferencia entre el hombre y el bruto. El hombre es el solo animal que tiene necesidad de lo superfluo, que no ha de confundirse con lo frívolo. Por ahí podría llegar, si no me equivoco, al verdadero objeto moral del arte, que bien puede ser, entre otros, el de atenuar nuestros apetitos groseros, con la revelación de otros deleites, capaces de hacer más amable la vida; el de hacernos advertir las golondrinas que salen de las torres, hasta presentarnos como insignificantes las torres mismas, por altas que sean; el de impedir que el niño que muere paulatinamente en el hombre se muera del todo antes que nosotros. La compasión que nos inspira nuestro semejante que carece de uno de los sentidos comunes, el sordo, por ejemplo, el ciego sobre todo, puede servirnos para apreciar la piedad que despierta en los elegidos el sujeto incapaz de percibir y gozar aquellos goces. Está privado de lo mejor de la vida; es un mutilado. Los animales, que sólo viven para buscar la propia conservación y la de su especie, carecen por completo de aquella facultad; no miran las encinas a cuya sombra caminan, ni la proyección del encinar sobre el cielo azul; desean sólo y comen las bellotas, que reconocen por el olfato: Por eso los animales, entre los que hay artesanos excelentes, no tienen artistas; porque no perciben el alma de las cosas, ni crean, por lo tanto, los signos de revelarla, para hacer a los otros participantes de sus propias visiones. Que no otra cosa es el artista; el que nos toca el hombro, y nos hace advertir lo invisible; lo que miramos sin ver. Como lo animales no tienen fantasía, no saben de remordimiento, ni de virtud, ni de honor. En el simple instinto no cabe la abstracción, el vuelo, porque el alma puramente instintiva vive y muere o se disuelve con el organismo, según su naturaleza. El alma humana, como nadie lo ignora, conoce y quiere cosas inmateriales, espirituales, porque ella lo es; una cosa o substancia espiritual, capaz de operaciones que no se conciben en la sola materia. El bruto no puede percibir tales objetos o existencias, ni , por consiguiente, amarlos ni odiarlos. No hay en él naturaleza para tales funciones; no hay sujeto para tal objeto, como no lo hay para el hombre grosero para percibir las golondrinas de las torres, ni la pureza de las cosas desnudas. Los hombres en que toda niñez ha sido extirpada no perciben los cantos de los aires; huelen la estatua; arrancan con los ojos los graciosos pliegues que envuelven la belleza para revelar su misterio; comen carne de alondras.
II
Y bien; buscaremos algo de niñez en nuestras miradas. En un extremo de Montevideo, mi ciudad natal, sobre el Río de la Plata, en una pequeña punta llamada Punta Carreta o Punta Brava, tengo yo un pedazo de terreno, que adquirí, cuando aquello era un desierto, por poquísimo dinero. Lo he cultivado por mí mismo, lo cavo, lo riego, y le llevo árboles vivos y semillas. Hasta puede decirse que yo he hecho esa tierra, como el holandés la suya, porque le he sustituido, en gran parte la arena y la conchilla de que estaba formada por tierra negra vegetal. Sólo yo sé la influencia de ese solar sobre el último tercio de esta mi vida que voy viviendo; por él he sabido de las estaciones, y del beneficio de las lluvias, y del brillar de las estrellas en su plenitud; muchos matices del año hubieran pasado inadvertidos para mí sin él; no me daría cuenta del momento en que florecen los árboles y cuajan los frutos; éstos completamente muertos, me servirían sólo para comer. Por él, en cambio, las tristezas de las plantas me dan tristeza, y puedo así, con cierto derecho, compartir también sus alegrías, como si fuera un hermano. La casa que allí he construído no es grande, y es también de muy poco precio; pero como está dada de blanquísima cal, puede, por su color de porcelana, satisfaces, el gusto más exigente. Es perfectamente amable, dígase lo que se quiera, con sus inocentes líneas y sus techumbres ingenuas. Nada puede darse de más insignificante que esa mi casa; pero no lo es para mí, por cierto. Como el terreno con la naturaleza, esa obra de arquitectura me pone en contacto también con ella, con la naturaleza, y me habla familiarmente del arte más propicio a incorporarnos a la tierra que habitamos. Y si alguien dijera que no es el caso de hablar de arquitectura cuando se trata de una casa dada de cal y con techumbre de tejas coloradas, ese dictamen no tendría mi asentimiento; juzgo, por el contrario, que es la ocasión más propicia para hablar de arte, si, como yo lo creo, el arquitectónico no es otra cosa que la expresión sincera del objeto de una construcción, impresa en su forma sensible, según los materiales de que se ha dispuesto, y que no hay por qué ocultar. Su enemigo mortal es lo enfático, lo superfluo engañoso, que, como la cáscara de una fruta puesta en otra, esconde, en vez de revelar con gracia decorativa, la vida interior, o denuncia la falta total de vida. Nadie deja de distinguir un edificio muerto de uno vivo, aunque ambos sean recientes y estén habitados.
III¿Dónde encontraré la poesía? Me preguntaba una vez irónicamente un cierto buen hidalgo particular que desdeñaba el arte. ¡Oh señor mío!, le decía yo con sinceridad, la encontrará usted en todas partes o en ninguna. La belleza, efectivamente, la dicha relativa, única accesible al hombre, está junto a nosotros, nos toca la cara. Creemos que la felicidad y la belleza son algo extraordinario, y que está siempre allá, del otro lado; que debemos encontrarlas en forma de un grande y pesado lingote, sin advertir que, reducidas a polvo de oro, las tenemos bajo nuestros pies. Es preciso detenerse a recoger polvo, pues. Sólo el reposo es el progenitor de lo bello, y es inseparable de la dicha. Si lloras por el sol, no verás las estrellas, dice el poeta. Entre el sol de hoy y el de mañana está la noche estrellada. La felicidad, sin embargo, es una cosa hecha de tantas piezas, que siempre falta alguna que se ha perdido; no hay que contar con ella en absoluto. Y así la belleza, que ni siquiera nos es dado definir con alguna precisión. Acaso pudiera decirse que es un recuerdo que tiene el alma del país en que nació, de su vida anterior a la materia. Y todas las almas proceden de ese país lejano; todas son compatriotas. Y lo serán tanto más, cuanto más recuerden la región nativa, que no es otra cosa que la mente de Dios. El arte es realización de esa belleza, como sabemos, por medio de signos sensibles: color, forma, sonidos, palabras; pintura, escultura, música... Son bien notorias, fuerza es confesarlo, las discrepancias de los hombres al respecto; unos creen bello lo que los otros feo; pero así como existe una conciencia universal sobre lo bueno y lo malo, no es posible dejar de reconocer una conciencia estética, que es, a la sensibilidad, lo que la ley natural al entendimiento. La belleza es la verdad; y la verdad en las cosas es el carácter. Obtener el carácter de un hombre feo es hacer cosa bella: Velázquez y sus enanos o sus bufones. La virtud moral no consiste tanto en realizar sonantes actos heroicos, cuanto en cumplir los deberes habituales, que pueden dar ocasión a pequeños heroísmos. El cultivo de la virtud estética no es tanto la realización o el goce de valiosas obras de arte, cuanto el esfuerzo por saber hallar lo bello en todo cuanto nos acompaña. El hombre no puede vivir sin grandeza, y ella tiene que estar a nuestro lado, como los demás elementos de la existencia. Todo puede ser grande; todo lo es. La música sinfónica, la escultura, la pintura son incidentes de nuestra vida, y propiedad sólo de algunos; pero todos somos dueños de la belleza difusa, de la armonía o el orden que sale de las cosas que nos rodean, entre las cuales está, en primer término, como el canto de los pájaros, la casa que habitamos; ésta será tanto más artística cuanto más hecha para nosotros mismos, para cada uno de nosotros, no para todo el mundo, es decir, para nadie. La permanencia de la casa no se obtiene con dinero. Y hay más de nosotros mismos en nuestra casa que en nuestro sepulcro. Algo de eso tiene, o ha querido tener mi casita de Punta Brava, cuya historia es casi la mía, la de mi espíritu. Comenzó por sus cuatro paredes y su techo de zinc; era todo cuanto yo podía hacer cuando la hice; era todo lo mío. No carecía de interés, con sus dos ventanillas y su graciosa solana o soportal de madera sobre la puerta; pero le faltaba estatura: no veía casi nada a su alrededor: y la idea de darle el órgano de la visión nació de su propia naturaleza. Así nace el concepto de torre o atalaya. Una pequeña habitación saliente que tenía adosada creció por sí misma; con levantarle las paredes, hacerle en lo alto un pretil, y abrirle un agujero ojival que diera luz a la habitación superior, la torrecilla apareció airosa y robusta como la que más. Y perfectamente útil, por cierto, y razonada. Proyectada sobre el azul del mar, ella me recoge la porción de sol que a mí me toca en el universo. Otro día, como se demoliera por su nuevo dueño la vieja y amplia casa que fue mía, y que construyó hace casi un siglo, el bisabuelo de mis hijos, prócer de la primera patria, obtuve una de sus puertas, y la hice entrada de mi casa. Se ajustó a ella a maravilla; sirve para entrar y salir; pero, sobre todo, para recordar y estar en reposo, viendo cómo corre el tiempo y se disipa. Y para hablar también, si a mano viene, de la historia de esta mi buena tierra del Uruguay, que, sin ser tampoco muy grande, lo es bastante para llenar mi corazón, es decir, para ser la más grande de las patrias, pues sólo ella puede hacer eso, que no es poco: llenarme el corazón. El día que aquella construcción, con sólo crecer, hubo de cobrar su fisonomía definitiva y revelar una intención o pensamiento arquitectónico, llegó también. Se le agregaron entonces, a un lado y a otro, dos cuerpo cuadrados de edificio; bajo el uno con su chimenea, alto el otro, con su tosco balconcillo de madera y su cobertizo de tejas en el ángulo, como las casonas montañesas. Cobró así todo aquello el carácter de casona española que hoy tiene; pero no como simple fantasía, como hubiera podido cobrar el de un chalet suizo o el de un villino italiano, comprados con dinero sino como expresión de su vida interior, como la casa del caracol, hecha de vida y de recuerdos. Esta misma descripción de mi casa colonial, más que una descripción, es toda una doctrina, como se ve; es la que informa este libro o sermón caritativo, que quiere hacer amable lo propio, sin odio a lo ajeno y sin envidia; que ofrece algún bienestar a quién con recto corazón lo lea. Esa es la historia, pues, digámoslo así, de mi castillo. Y como, sobre ser obra no de dinero anónimo sino del ingenio mío y de los míos, está lleno de recuerdos tristes y alegres de algunos años, puedo llamarlo mío, como los recuerdos que lo habitan y le son inseparables, mientras no sea ¡ay! demolido por algún nuevo dueño del terreno, cuando éste deje de ser tierra para ser ciudad, y valer mucho dinero destructor. Este nuevo dueño embellecerá el barrio, agregando su casa al rebaño arquitéctónico que allí caminará en larga hilera; las construcciones atrailladas, recostadas las unas a las otras, tendrán entonces sus perinolas o grandes trompos de metal estampado, y sus suntuosas cúpulas que nadie ocupará, sus puertas por las que nadie entrará, y sus ventanas de invierno (bow windows) para verano. No le faltarán sus columnas, que no soportarán peso alguno, y sus ménsulas o repisas de fino material y extraña forma historiada. No será todo eso regulado por el gusto o la conciencia estéticos, sino por otras facultades que los sustituyen: el prurito de ostentación que lesiona la sensibilidad; el deseo de copiar al vecino y superarlo si es posible, y demás análogas extravagancias. Pero no hay tampoco por qué mirar con ojeriza esas humanas debilidades de que todos sufrimos, quién más quién menos. Los demoledores o restauradores de mi torre podrían ser mis propios nietos,(*) sin ser por eso dignos de vituperio. Que el hombre es más hijo de su tiempo que de su propia madre.

IV

Pero si mía es la casa, lo son, sobre todo, los árboles que allí he plantado, y regado, y defendido de las abominables hormigas. Sí, muy trabajadores y ahorrativas, las hormigas; son pueblos industriales y fuertes, los hormigueros; naciones conquistadoras. Pero no son los cultivadores de frutos y legumbres, a buen seguro, quienes les consagran fábulas apologéticas, con menoscabo del honor de las cigarras cantantes. La inerme cigarra no atesora, efectivamente; vive sólo de sol, sin quitárselo a nadie, como vive de sombra y de humedad el sapo, criatura también buena, amable y musical, objeto constante, sin embargo, de desprecios y persecuciones de lo más injusto que conozco, por parte de los muchachos, sobre todo, sin duda porque no corre ni muerde. Ese pobre sapo es, como la cigarra, inofensivo, indefenso, benéfico; su voz de oboe coreada por las castañuelas de plata de las ranas que piden agua o la agradecen al cielo, y por el trémulo grito de los grillos, es una de las voces respetables de la naturaleza; hay un momento en ésta caracterizado por la voz del primer zorzal, y lo hay señalado por la del primer sapo. Son dos notas fundamentales de la grande orquesta. La misma enigmática figura del sapo, aunque lo vemos generalmente en cuclillas, en actitud de ídolo suplicante, n o carece de cierta dignidad. Muy pocos le han observado los ojos resignados y pacientes; que, a haberlo hecho, no lo mirarían con tanto desvío y antipatía. Bien pudiera ser un ente superior, un príncipe convertido en fea bestia, en castigo de algún pecado de amor impuro, el desventurado sapo. Hay entre esos mis árboles algunos de singular mérito; lo ombúes que allí tengo, por ejemplo, ocho o diez, son magníficos. El ombú, dicho sea de paso, es el árbol que yo prefiero, no sólo por ser el que con más pasión se abraza a su madre, y madre mía, la tierra en que ambos nacimos; no sólo por su opulenta forma, sino porque no se come; no despierta apetitos; no es maderable; ni siguiera sirve para el fuego. Pero nos da sombra, el mejor fruto del sol, nuestro mejor amigo: sombra. No es esto decir claro está, que yo no estime en lo que valen los árboles frutales que allí cultivo; los perales, pongo por caso. Los hay, plantados por mí, que han producido hasta una docena de peras, y aún más, perfectamente maduras, como hay higueras que han dado sus higos, y algunas palmas con su gran racimo de cocos, que, si bien un poco agrios, (cocus campestris) tiene una piel amarilla azucarada, muy buscada por las avispas. No pueden faltarme las flores por supuesto; pero, para no caer en prolijidad de mal gusto, sólo mencionaré las enredaderas, cuyas campanillas azules se abren por la mañana, y se cierran cuando anochece. Las madreselvas, sin embargo, que respiran en las tardes de verano y las llenan de olor a miel de abejas, deben aquí también ser recordadas, porque son, para mí, las flores por excelencia. Y mucho más cuando su olor se mezcla al de los jazmines. Hablo de los del país, de los jazmines blancos, de los fríos que vuelan en la planta y que parecen estrellas de muselina. Las tardes realmente bellas son esas: las que huelen a madreselva; por ellas he llegado a creer en este nuestro pobre sentido del olfato, tan desacreditado por algunos. Y no hay para tanto. Que si bien está en lo cierto quien afirma que ese sentido tiene mucho de contacto material, y no la pureza de la vibración sonora, no es tan irracional como pudiera creerse la analogía entre una ráfaga de madreselvas y un melodía de Bellini, que, al caer la tarde, sale, de un piano desconocido, por una ventana abierta en lo alto. Yo concibo perfectamente un poema hecho de olores; el de la madreselva me tra vuelos de risas en el aire, voces de niños que juegan antes de irse a dormir; el de las azucenas parece cantar la Salve en mi memoria, como una voz de armonium. V
El paisaje natural que allí me rodea tiene todo cuanto es dado desear; nitidez de dibujo, riqueza y armonía de tonos, luminosidad, expresión definida. El Río de la Plata, que ocupa todo el horizonte y se llega con sus aguas hasta mi puerta, es el protagonista, como no puede menos, de mi drama de color. Es un fiesta de los ojos ese nuestro río como mar de los indígenas. El verde azulado, que es su tono ordinario, se transforma y tornasola, pero sin que el agua pierda su fluidez, ni olvide su terrestre procedencia. Unos días predomina en él el verde esmeralda; otros el azul cobalto; nunca el ultramar del Océano, o el lapislázuli del Mediterráneo, que parecen resistir todo abrazo afectuoso con los verdes y los ocres de la tierra, a la que no reconocen como madre; son hijos de la infinita transparencia. En el Plata, hijo de las ausentes montañas, todo es atenuado: los tonos y el movimiento, los peñascos y las olas. La proyección del verde de los árboles, del verdinegro de los eucaliptus, entre otros, sobre aquel azul, forma una armonía de color, un color intenso, como no he visto en otra parte.CAPITULO II - PUESTA DEL SOLI) El paisaje que estoy mirando en este momento desde mi casona de Punta Brava, y en el que creo ver concentrado mi universo, está bañado de la luz de esa divina ley. Una gaviota blanca, adorante, que parece inmensa, se acerca por el aire y me abre las alas sin recelo. Ese buen pájaro no ve en mí, como en los muchachos que tiran piedras, un enemigo fuerte; casi estoy por creer que se da cuenta de que soy su amigo. Es el espíritu, que, como las golondrinas de las torres, brota del río, cual si este echara a volar. No es esto decir que este paisaje sea invariable, por supuesto, y que todos mis días de Punta Brava (por algo se llama así) sean tibios y apacibles; lo suele haber de viento y de frío, y de chubascos; los suele haber de viento y de frío, y de chubascos. Los vientos del Sur, que vienen de lejos, del Cabo de Hornos quizá, persiguiendo hasta la costa el rebaño, presa de pánico, de las grandes olas, son a veces implacables; andan por el aire gritando, como dioses norsos conquistadores. Y cuando da en soplar el Pampero, viento del Oeste que nos llega al ras del Plata, desde las Pampas o llanuras andinas, el tiempo no es apacible; pierden las gaviotas su equilibrio o divina euritmia, y los pájaros dispersos buscan abrigo en los aleros, callados o dando chirridos; los árboles pasan sus largas horas de desamparo, y yo pienso en ellos, cuando despierto de noche, y oigo al huracán, remoto o próximo, que anda en el aire. Pero, sobre ser el caso poco frecuente, esos mismos vientos pamperos, como que los conocemos desde niños, son menos desaforados para nosotros que los extraños; están en su casa, y hasta tienen algo de los amigos importunos o pesados, que se echan de menos cuando dejamos de verlos algún tiempo; son nuestros pamperos. Ellos nos sirven, por otra parte, para apreciar mejor, y gozar con mayor gratitud, de las mañanas y tardes de bendición, llamémosle místicas, que son allí constantes; los aguaceros seguidos de sol, con su Arco-Iris del uno al otro horizonte; los ponientes gloriosos, con sus nubes en forma de lagarto o de palomas dispersas, sus procesiones de arcángeles dorados, y sus remotas ciudades caminantes, llenas de cúpulas, en el divino silencio.

II

Una de esas tardes era la de ayer, precisamente, y mejor no pudo elegirla, para visitarme en mi rústica heredad, un buen amigo mío, hombre de bien a carta cabal, persona acaudalada, y de más que mediano entendimiento. Me encontró solo, trabajando a más trabajar con el rastrillo. Los árboles estaban alegres, y las enredaderas no habían cerrado los ojos azules todavía entre las hojas; mi torre parecía de mármol, y el río de esmalte azul; la cúpula del cielo estaba recién dorada por los artistas diáfanos.
Mostraba yo envanecido todo lo mío, todas aquellas cosas, a mi amigo: mis árboles, mi pedazo de mar, la última porción de sol de aquel día, que me quedaba en las paredes de la torre. Y él, después de mirar a su alrededor, a lo lejos, hacia arriba, me miró a mí, como si hubiera descubierto un secreto que yo guardaba, el de mi caudal; me miró riendo, con aire de parabienes. ¡cómo habrán subido ahora de precio estos terrenos! Me dijo, por fin; este es ya un buen lote. Pero es preciso adquirir ese de al lado, par tener mayor frente sobre la rambla... ¿cuánto vale ahora el metro por acá? ¡Cómo vuelan! Decía Bernardino de Saint Pierre ... ¡El metro! ¿pero acaso esto tiene metros, Dios mío? ¿Es esto realmente un lote, que haya de completarse quitando el suyo al vecino? Nada de todo esto es mío, pues, desde que tiene precio; nada de esto; lo mío no tiene precio... Aquel ingrato amigo no había estado observando, como yo lo creía, ni el ombú que estaba a su lado, con el último toque de sol gratuito, ni el horizonte de cobre enrojecido, ni siquiera el mar; había advertido que por allí se había hecho, no por culpa mía, ciertamente, una rambla o avenida alquitranada, por la que corría, a todo correr, un carruaje automóvil, entre una nube de bencina. Y que no tenía más objeto que el de adelantarse a otro carruaje, que, a su vez, sólo corría por correr, desaforado. Y allí, junto a nosotros, tocándonos los cara con las ramas, estaba el peral lleno de peras maduras, en forma de campana, que parecían naranjas, por la luz del sol poniente. El árbol, plantado por mí, uno de mis predilectos, me miró con la expresión de un inofensivo animal salvaje acabado de atrapar; me miró como si hubiera oído un disparo. Que también los árboles sienten el pánico, si los observamos. En poco estuvo no lo experimentara yo mismo; sentí, cuando menos, algo como el efecto de una amenaza a mis ombúes sin valor, a mi casa de poco precio, guardada sólo por un perro compañero de mis nietos, a la puerta de los abuelos, de débil cerradura. Hubiera querido esconder todo aquello, ponerlo a salvo en otra parte, en otro rincón de mi tierra, con sus horizontes y sus gaviotas. ¡Oh las naciones grandes, las confederaciones fuertes, hijas del dios Pan, el que infunde los pánicos! También las grandes fortunas de los hombres se forman así: por la conglomeración de las chicas aniquiladas. Y así se amasan los patrimonios suntuosos, donde no se pone el sol, y donde no se goza de la noche estrellada. Y así nacen las grandes ciudades, con sus palacios impersonales, que desalojan a las bellas torrecillas dadas de cal, en que viven las alegrías, y anidan las caridades, las continencias, la resignación y la paz. Y los hombres se enorgullecen de las ciudades, de las patrias armipotentes, grandes lotes de muchos metros, de mucho valor venal, y de mucho humo de bencina y de pólvora. No hay paz para el soberbio dice el libro. La paz es una entidad de orden moral, superior al jurídico. La quietud, el descanso, el silencio, la riqueza, el placer, son cosas del orden material. No está en ellos la paz; ni siquiera en el sepulcro. El descanso, el silencio, el mismo sueño, el último inclusive, serán enemigos que te inquietarán.
La paz es una actividad. Si quieres ser feliz, procura ser hoy un poco mejor que ayer; aprende a estar contento, alegre; goza sólo de aquello que estés seguro que te viene de la mano de Dios, y así hallarás el goce, aún en el dolor.
Y hallarás paz en el soñar de la vida, y en el de la muerte.
Yo tuve que recibir de buen agrado, sin embargo, los parabienes de mi buen amigo, porque eran bien intencionados.
Este libro ha nacido de su visita.
Y, como suele salir un pájaro volando de entre las yedras que envuelven un viejo muro, el niño de sesenta años que tengo en el corazón, y que en este libro ha pensado, o cantado, o dicho místicas ingenuidades, salió de entre las hojas...
Sí, contesté a mi amigo, tristemente, mirando al mar; efectivamente, deben de haber subido mucho de precio estos terrenos...¡qué le hemos de hacer!...
Y yo miraba largamente el mar, ... y el mar me miraba; y sentía el silencio de mis mares interiores.

1) "Velar se debe la vida, de tal suerte... que viva quede en la muerte"... Escudo de la Familia Zorrilla.